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La ciudad de las palabrasNÚRIA AMAT

Barcelona es una ciudad lunar, tiene dos caras. La secreta y oscura, misteriosa y compañera. Y la Barcelona sorprendida de una luz que invoca la mirada de las calles. Algunas noches, la luna mediterránea se instala sobre la ciudad como un regalo de los dioses. Empieza por invadir tímidamente el puerto dejando sobre el agua una larga estela nacarada. Luego, va subiendo descarada hasta quedarse quieta e impertérrita para seducir al oleaje de pinos que es el mar verde del Tibidabo y aposentarse, poco después, sobre la ciudad entera. Entonces, Barcelona, desde donde yo la veo, se transforma en una ciudad asombrada, en una orilla poética y vulnerada. Barcelona es como una mujer, tiene dos almas. La interior: oscura, austera, artista, restauradora y bibliotecaria. La exterior: pintora, abierta, bohemia, flamenca, industrial y catalana. Barcelona es un poco anárquica y escritora, trabajadora y ordenada. Los barceloneses tienen fama de personas serias y románticas. Los barceloneses quieren parecerse a Barcelona. Los visitantes quieren conquistarla. Se lanzan a la ciudad con cautela, como si pisaran por primera vez la luna. La observan, la tantean y finalmente se enredan por sus calles, las bajan y las suben, desde el mirador del Tibidabo hasta el puerto y las Ramblas. Todos somos un poco Barcelona. Sin decirlo, propiamente, así es como pensamos los de aquí, que somos catalanes, exiliados, turistas y emigrantes. De todo un poco. Heterodoxos, en suma. En esencia, algo desenraizados. Turistas de luna y paraíso interno. En Barcelona no hay bandera, no hay himno, no hay ejército. Es un país literario, una tierra de siesta y acogida, una ciudad profunda y soñadora. Yo he nacido en Barcelona. En mi casa había dos ventanas principales. La ventana sur, que daba al mar y a Montjuïc, y la ventana norte, que miraba al Tibidabo. A mí me gustaba mirar por la ventana. Inventar Barcelona a través de mi ventana. Entonces, Barcelona era una ciudad gris. El sol resbalaba por las azoteas de las casas como si se resistiera a entrar en ellas. En Barcelona hacía frío y eran escasas las buganvillas que se atrevían a sobresalir de los enrejados de jardines y terrazas. Las flores, entonces, se veían en los cementerios y en las iglesias. Barcelona parecía una ciudad triste por fuera pero cálida y entrañable por dentro. Barcelona, entonces, era desnuda y solitaria por fuera, pero revolucionaria y tenebrosa por dentro. Los edificios de Gaudí, por ejemplo, tenían el hollín incrustado en las paredes. Eran contadas las personas que se detenían a mirarlos. Los poetas de entonces apenas salían de sus casas o de las librerías, donde, recostados con otros libros, esperaban su momento. Muchos poetas de entonces estaban exiliados y, desde fuera, escribían versos dedicados a la ciudad fantasma. En aquel tiempo, en Barcelona se decía que Franco odiaba a los catalanes. Y es probable que fuera cierto. Los barceloneses eran, somos, periféricos. Inapresables. No nos gusta el poder y, por tanto, aborrecemos también sentirnos sometidos, acosados. No somos de nadie, tampoco de nosotros mismos. Barcelona es una ciudad europea y africana. Una mezcla explosiva de Alejandría y San Petersburgo. Una rara combinación de rumba gitana y sardana. Crecí en Barcelona pensando que ésta era una ciudad de artistas y escritores. En mi barrio, Sarrià, vivieron los poetas Foix, Riba y Sagarra. En el barrio de Sant Gervasi, lo hicieron Joan Maragall, Mercè Rodoreda y Josep Carner. No hay barrio en Barcelona sin poeta o pintor que lo represente. Crecí en Barcelona, frente a mi ventana blanca, sabiendo que yo sería también escritora. Cuando empecé a escribir estaba convencida de que Kafka o Joyce, si hubieran vivido entonces, habrían venido a Barcelona a pasar una temporada en mi ciudad o bien a instalarse definitivamente en ella. En su lugar, llegaron García Márquez y Vargas Llosa, además de otros muchos escritores y poetas latinoamericanos. Vivieron en Sarrià, mi barrio, junto con Juan y Luis Goytisolo, Juan Marsé y Jaime Gil de Biedma. Cada barrio de mi ciudad se podría describir como el capítulo de una novela hermosa y emblemática. Con semejantes vecinos, crecí pensando que Barcelona era un paraíso literario. Una biblioteca viva, herida y luminosa. Un aparador libresco. Pero en Barcelona, como en otras ciudades literarias, uno siempre está de paso. Esta ciudad es como la vida misma. No puedes instalarte en ella como si fuera el centro del universo. Barcelona te acoge, pero no te exclusiviza. Barcelona es en sí misma una artista, una intelectual, una actriz de teatro continuamente seductora y transformada. Aprendí a escapar de Barcelona para regresar una y otra vez a ella y descubrirla. Los barceloneses, en lugar de ir por ahí jactándonos con orgullo de tener una gran ciudad, nos encogemos de hombros y tratamos de referirnos a ella con modestia. Así es como suele hablar un escritor de su novela preferida. Así también es como el sabio amante esconde el amor grande y secreto de su amada. En Barcelona, los padres llevan a sus hijos pequeños a La Rambla. La Rambla de las flores es el corazón de Barcelona. Éste es un paseo casi obligado para un padre, para que el niño vea lo que es el mundo, el mundo plural, caótico, multirracial y excitante de La Rambla. En La Rambla se dan cita diaria el funcionario, el emigrante, el florista, el prostituto, el banquero, el poeta, el turista, el bailarín, el vagabundo, el loco y el simplemente ocioso. El colorido y la música de esa pequeña avenida que reúne la flora y la fauna de todo el universo son únicos e invariables. Es la Barcelona viva. Nadie lo detiene. Todas las lenguas del mundo se oyen en La Rambla, todos los colores. Todos los aromas del mundo se huelen en La Rambla, todos los sabores. Aquí se habla poco, pero se dice mucho. Las casas permanecen cerradas al visitante hasta que, un buen día, se abren, y cuando lo hacen es para siempre. Se ha dicho de Barcelona que es una ciudad con una cultura múltiple. En Barcelona, por lo menos, conviven dos culturas, la catalana y la castellana, que entre todas suman una. La cara blanca es catalana. La cara oscura, gitana y castellana. Barcelona tiene dos idiomas sabios, el catalán y el castellano. Aquí se hablan las dos lenguas espontáneamente. Barcelona se burla de guías turísticas. Existe y no existe. Barcelona es creadora, bruja y esdrújula como una escritora literata. Barcelona podría ser como Los Ángeles, pero es Barcelona. Barcelona podría ser Europa. Pero sigue siendo Barcelona. Las buganvillas florecen todo el año y el mar de pinos que limita la parte norte de la ciudad sigue intacto, ajeno y cínico frente a la explosión inmobiliaria. Después de la guerra, los barceloneses solían caminar deprisa y cabizbajos, perdida la mirada en la punta de los zapatos o concentrando la vista en el verde, rojo y ámbar del semáforo. Ahora, los barceloneses dicen sin decir (una manera de hablar típicamente catalana) que si al pasear por la ciudad miráis hacia arriba, veréis otra Barcelona, la Barcelona de piedra, la Barcelona arquitectónica, la ciudad vanguardista y lunática. Hay quien prefiere quedarse abajo, viviendo en las entrañas de la ciudad románica, gótica, modernista, secreta, vibrátil y nostálgica. Yo he decidido verla desde arriba, desde una casa con ventana y una mesa de escritura. Una casa desde donde puedo ver el mar, el puerto de Barcelona, sus edificios, la inmensa arboleda de pinos mediterráneos, el suave movimiento de los aviones y los barcos. Una ventana desde donde puedo escribir la ciudad, perderla y desearla.

Núria Amat es escritora.

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