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Luz y pasar

La multitud va entrando en una sala. Todos los presentes se sientan mirando hacia la misma pared en blanco. Se cierran las puertas y se apagan las luces. Los presentes no se conocen entre sí, pero, se trate de personas desconfiadas o de personas confiadas, aceptan encerrarse juntos, extraños a oscuros. Va a empezar la película. El cine es misterioso. Cuando éramos niños y queríamos ir al cine para pasar mejor las noches veraniegas, no siempre nos daban permiso. (Parecen estar perpetuamente en la infancia o en la adolescencia esos cines de verano con sillas de bar y pantalla siempre difuminada porque las imágenes se diluyen bajo la luz nocturna y real: la luna y las farolas y los balcones encendidos de las casas vecinas, mientras los ruidos de la calle nos recuerdan que la película sólo es un cuento.) No nos daban permiso, no era noche de cine, tendríamos que acostarnos. Y los mayores nos decían: - Hoy vais a ir al cine de las sábanas blancas. El temido cine de las sábanas blancas era el sueño, y a mí me daba miedo dormirme. El cine de las sábanas blancas me sonaba a película de terror o, por lo menos, a algo tan misterioso como esa hermandad de extraños en tinieblas que se forma en el momento exacto en que está a punto de empezar una proyección cinematográfica. Es una hermandad asombrosa y pacífica: quizás una sala de cine llena de público pruebe que, a pesar de todas las apariencias en contra, aún somos algo semejante a una comunidad. Luego llegaron los vídeos, y las salas de cine se extinguían como una vez se extinguieron los dinosaurios: la gente se escondía en sus casas. Quizás teníamos miedo de estar juntos, a oscuras, frente a rostros de cincuenta metros cuadrados, o no nos atrevíamos a entregarnos a ese movedizo juego con el espacio y el tiempo que es entrar en una sala cinematográfica: llegas a un cine en la calle Alcazabilla o en la calle González y Garbín, a las cinco de la tarde y, en un segundo, caes en la madrugada de Hong Kong o en las entrañas de un transatlántico hundido. En menos de dos horas conocerás siete vidas y pasarán cien años: habrán vivido y muerto siete generaciones en los noventa minutos que dura la película. Puede que, cuando vuelvas a tu vida, te imagines a ti mismo con la cara y los gestos de algún héroe cinematográfico, pero te verás en un escaparate y verás que sigues siendo tú. He estado en el Festival de Cine Español de Málaga. He llegado a ver tres películas seguidas. De noche, cuando cerraba los ojos, se me mezclaban las imágenes de unas y otras y, de día, cuando bajaba a la cafetería del hotel o salía a la calle, me cruzaba con los protagonistas: como si la película continuara más allá de la sala de cine y más allá del cine de las sábanas blancas. Ramón Gómez de la Serna dijo que el cine es luz y pasar, como el tiempo. Y, aunque lo he visto repetirse muchas veces, todavía me asombra este pasar de luz palpitante. Lo pensaba mientras veía, en una sala abarrotada, la película ganadora del festival, La primera noche de mi vida, de Miguel Albadalejo y Elvira Lindo. Era el asombro de la emoción en común que es, a la vez, emoción de cada uno, a solas y a oscuras.

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