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Idiomas

Miguel Ángel Villena

El diplomático Bosco Giménez Soriano siempre comentaba con mucha sorna que en la antigua Yugoslavia había aprendido tres idiomas por el precio de uno. Destinado a Belgrado, capital todavía de un país unido, a finales de los ochenta este funcionario de Exteriores pudo comprobar de qué modo la política dividía, a ritmo de cañones y matanzas, una misma lengua que en cualquier facultad de filología recibe el nombre de serbocroata. Pero los señores de la guerra no podían aceptar que un idioma común uniera aquello que habían separado. A pesar de todo, los observadores atentos habrán notado que el serbio Milosevic, el croata Tudjman y el musulmán Izetbegovic nunca necesitan intérpretes para conversar. Otra cosa es que aspiren a entenderse, pero eso ya corresponde al terreno de la política y no de la gramática. Junto a la cruz y la espada, el idioma siempre ha acompañado a los conquistadores como el tercer lado de un triángulo de dominación. Arma eterna de hegemonía cultural y por tanto de poder, bastaría con citar el ejemplo reciente de los republicanos de EE UU, que se oponen con uñas y dientes al bilingüismo de los hispanos en California, para descubrir hasta qué punto un idioma representa toda una visión del mundo, un ecosistema entero. Cualquier valenciano podría dictar cursos en Los Ángeles sobre bilingüismo con abundantes dosis de casos prácticos y aplicaciones cotidianas, sobre todo, aquellos que son insultados desde hace dos décadas por mantener que el catalán, el valenciano y el mallorquín son variantes de un mismo idioma. Una obviedad a la par que una evidencia científica que confirmará cualquier lingüista. Entretanto y mientras el Consell de Cultura discurre una fórmula para explicar que dos y dos suman cuatro, las autoridades valencianas emulan a sus colegas republicanos de California y sólo están dispuestas a hablar, escribir y leer en una lengua, en este caso el castellano. Ni siquiera consta que gentes como Zaplana o Barberá hablen valenciano en la intimidad.

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