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Del pensamiento único y de la memoria

En Europa, al fin, comienza a ceder la hegemonía del llamado pensamiento único. Los Hayek, los Popper o los Dahrendorf están empezando a dejar de ser libros de cabecera. La derecha española había corrido deprisa a apuntarse a los banderines de enganche neoliberales. Era el fundamento -y la apoteosis- intelectual que permitía, por primera vez en muchos años, la reconciliación entre los intereses y los principios doctrinales. Neoliberales y demócratas: perfecta conjunción.Su pérdida de prestigio no significa su derrota. Por muy varias razones, entre ellas porque su principal valedor, el capitalismo mercantilista, es hoy más fuerte que nunca. El multinacionalismo es su último estadio -además del imperialismo que denunciara el hoy innombrable Ulianov-. Su poder es tan grande que sólo el necesario rearme intelectual y moral del progresismo podrá enfrentársele con mínimas garantías de victoria. Bajo el pensamiento único alienta, soterrado, el espectro del autoritarismo, no político pero sí económico.

De este rearme intelectual y moral forma parte muy principal la defensa de la memoria histórica. La posmodernidad ha venido neoliberal y olvidadiza. Recientemente, un diario alemán, con motivo de un incidente deportivo en Madrid -aquella portería que se derrumbó-, escribía: «África empieza en los Pirineos». Habría que preguntarle al redactor de ese diario dónde empezaba África cuando el holocausto.

El pensamiento progresista ha de tener en la memoria uno de sus baluartes. Quienes hoy tengan que asumir los casi cien millones de víctimas del comunismo, que los asuman con todas sus consecuencias. No es el caso del pensamiento humanitario, filantrópico y reformista del XIX. (Está por escribir el libro negro del capitalismo moderno, que también arrojaría cifras horribles. Una de las consecuencias del pensamiento único es la rectificación de la historia contemporánea como consecuencia de las graves desviaciones del modelo liberal primigenio. Todo iba sobre ruedas hasta que aparecieron los enemigos del mercado). Porque los neos de ahora y de antes son fieles a su memoria y manipulan el pasado con agilidad y presteza. Así, Roma acaba de beatificar a otra tanda de mártires de la guerra civil: víctimas desdichadas e inocentes, sin duda, de un conflicto que no inició la izquierda ni la escasa derecha democrática de entonces. Más: con motivo de las conmemoraciones del 98, algunos intelectual orgánicos -que los hay- están pretendiendo vender la idea de que la restauración canovista no fue la fantasmagoría que denunció Ortega, sino un sistema político homologable con el resto de Europa. Salvo que por Europa se entienda la Rusia zarista o, en otro orden de cosas más aceptable, el imperio austrohúngaro, aquel sistema político representó la entronización del caciquismo, de las oligarquías partidistas y del control militar de la sociedad: primero control remoto, después mucho más directo; no por azar desembocó en la dictadura del general Primo de Rivera. Esta interpretación de la normalidad la potenciarían las gotas de liberalismo que fluían por aquel sistema arterioesclerótico. Pero no cabe engañarse sobre la cuestión: como ha señalado Santos Juliá, el objetivo que se pretende alcanzar con esa teoría de la normalidad no es otro que dotar de pasado presentable a una derecha que hoy no se quiere autoritaria. Gracias sean dadas a los dioses por tan venturoso acontecimiento, pero los modelos habrá que buscarlos en la derecha europea liberal, donde los hubo, no por estos predios neos e integristas, cuando no fascistoides.

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Por eso, pese a sus errores y algunas desmesuras e incomprensiones, me parece útil un libro como el de Gregorio Morán sobre Ortega y la cultura del franquismo, que no es en definitiva sino lo que su título enuncia: El maestro en el erial. Porque un erial fue el franquismo -y el maestro una víctima suya, en definitiva- y si ahora se intenta negarlo por algunos, más o menos interesadamente, no debemos equivocarnos: se sigue tratando de prolongar una burda operación de enmascaramiento de la historia que ha durado muchos años y que la peculiar transición española ha prolongado bastante tiempo más. El libro de Morán es incorrecto políticamente, como incorrecto fue, por vía de ficción, el de Francisco Umbral, Leyenda del césar visionario (1991), que desmaquillaba algunas ilustres biografías liberales. Y seguramente las desmaquillaba poco. Haber claro que hubo escritores y pintores y escultores y músicos valiosos en la España franquista: también existieron en la Francia ocupada (Sartre y Camus, por ejemplo) y no por eso vamos a alabar la ocupación nazi.

Algunos dicen ahora que fue el franquismo un periodo mucho más complejo de lo que suele proclamarse. Hombre, sobre todo, fue interminable y, después de enviar a bastantes miles de españoles al paredón y de tener a otros tantos encarcelados, se malcopió la seguridad social británica, se toleró la creación artística bajo la sombra acechante de la censura y de la policía, se intentó una política autárquica, que fracasó, y se siguió persiguiendo y ejecutando -menos, pero se siguió- hasta los días postreros del frío y cruel anciano de El Pardo.

Esta historia la tienen que aprender las jóvenes generaciones. Y que nadie diga que no les importa porque no es verdad: les importa como nos importó a nosotros, los nacidos en la primera y segunda década del franquismo, y como a todos nos sigue importando la revolución soviética o la francesa o el holocausto o, más lejos, la dictadura de Julio César. La transición española y la voluntad, no de reconciliación sino de amnesia, deben darse por terminadas.

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