La benevolencia del capitalista
Dos acontecimientos recientes debieran interesar a los (¿todavía numerosos?) críticos de los límites al déficit presupuestario y a la deuda pública establecidos en el Tratado de la Unión Europea y en el Pacto de Estabilidad.1. Estados Unidos cerrará en octubre el año fiscal de 1998 con un superávit de casi 40.000 millones de dólares. Ese desahogo presupuestario, que irá en aumento los próximos años, refleja tanto el vigoroso crecimiento de la economía americana desde principios de los años noventa como el nivel (todavía) moderado de los tipos de interés.
2. Rusia está atravesando una nueva crisis financiera, motivada por los apuros del Gobierno para financiar el abultado déficit presupuestario y renovar los vencimientos de su deuda pública. Las tensiones, agravadas por el abaratamiento del petróleo y el retraso de la privatización de una gran empresa, amenazaron la semana pasada con hundir la cotización del rublo y reavivar la inflación. Para evitarlo, el banco central elevó al 150% el tipo de interés oficial y el Gobierno anunció recortes del gasto público, así como nuevas medidas recaudatorias. El Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, solícitos, ofrecieron su apoyo (al menos moral) a las autoridades rusas, en la confianza de que la crisis "apriete, pero no ahogue". Como colofón, este fin de semana Clinton insinuó que el Fondo y el Banco estudiarán nuevas ayudas a Rusia, aunque de carácter condicional.
La conversión de Bill Clinton al rigor presupuestario se produjo en enero de 1993, en vísperas de su toma de posesión, cuando comprendió que reducir el grave déficit presupuestario heredado de la etapa Reagan-Bush era esencial para que bajaran los tipos de interés. Paul Begala, su asesor, expondría al equipo presidencial el planteamiento político de la nueva ortodoxia: "No es el déficit, estúpidos. Reducir el déficit no es el objetivo. Es un medio para alcanzar el objetivo de aumentar las rentas y generar empleos". Un lustro después, los resultados de esa conversión ideológica están a la vista. Con los excedentes presupuestarios en ciernes el presidente americano aspira a consolidar el sistema público de pensiones.
La conversión de Yeltsin, retórica durante mucho tiempo, se ha ido tornando real al calor de dolorosos episodios. El más reciente, precedido por una huelga de mineros que no habían cobrado, recuerda la crónica por Carlos Marx, entonces corresponsal de prensa, de la Vicalvarada con que el general O"Donnell puso fin en 1854 a la década moderada: "La causa principal de la revolución española ha sido el estado de la Hacienda. Todas las cajas públicas estaban vacías en el momento de estallar la revolución, pese a la circunstancia de que no había rama de los servicios públicos que estuviera pagada". Ya en julio de 1853 el ministro de Hacienda, el moderado Pastor, había advertido que la continua refinanciación de la deuda pública obligaba al Gobierno a "pender a cada momento de la benevolencia del capitalista, cuyos cálculos e intereses pueden alejar de pronto del Tesoro las sumas necesarias para el curso expedito de las operaciones".
Thomas Jefferson, el luego presidente de Estados Unidos, exageró una pizca al afirmar que "para conservar nuestra independencia no debemos permitir que nuestros gobernantes nos carguen con Deuda Pública". La doctrina del Presupuesto equilibrado permanente es ciertamente errónea, pues en algunas ocasiones -recesiones, grandes inversiones públicas...-, el déficit presupuestario y la emisión de Deuda están justificados y son beneficiosos.
Pero un déficit presupuestario excesivo y prolongado, al que casi siempre acompaña una deuda pública que la desconfianza sesga hacia el corto plazo, deja a los Estados a merced -en expresión decimonónica- de la "benevolencia de los capitalistas". He ahí el sugestivo proyecto de los (¿todavía numerosos?) apóstoles del déficit público: ¡sujetar la fortuna económica de su país a los vaivenes de las finanzas internacionales!
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