Ciclistas
Hace unos días vi en la prensa la foto del simulacro que el colectivo València en Bici organizó frente al Ayuntamiento de Valencia escenificando un accidente mortal donde las víctimas eran dos ciclistas. Desgraciadamente, yo he asistido como ciclista a más de un hecho real de ese tipo y, entre mis compañeros ciclistas, al menos dos de los próximos fueron víctimas de un atropello criminal que acabó con sus vidas y sumió en la tragedia a sus familias. Muchas veces he estado tentado de abandonar la bicicleta y recluirme en mi propia cobardía ante el imperceptible vacío que intuyo entre mi cuerpo y el morro de potentes vehículos a motor para cuyos conductores los ciclistas sólo somos un maldito estorbo. A veces, por ello, me parece inútil insistir en la asimetría flagrante entre el derecho a practicar este deporte y el poder omnímodo que se ha diseñado para el rey automóvil, o esperar de la subcomisión que se creó en el Congreso de los Diputados fórmulas viables que permitan a los ciclistas circular por las carreteras sin jugarse permanentemente la vida (Xavier Paniagua, uno de los diputados que impulsaron y trabajaron en la comisión me dice que estamos aún bastante lejos de lograr normas verdaderamente protectoras o vinculantes, en razón a que el tráfico y la seguridad vial son asuntos que merecen decisiones consonantes en todo el ámbito comunitario europeo). Pero a pesar de todo continúo en la carretera. Hay demasiada tradición y pasión familiar para dejarlo fácilmente. Aunque se explique que se trata de educar mejor a unos y a otros, el número de víctimas por atropello crece en proporción al aumento del parque de vehículos, de los nuevos tramos de buenas carreteras, del número de practicantes del cicloturismo y de la sensación de razón absoluta que asiste a un número creciente de conductores en cuanto avistan al ciclista. Recomendar a los ciclistas que se refugien en la bicicleta de montaña y desaparezcamos de las carreteras (en autopistas y autovías ya lo tenemos prohibido), para que los vehículos a motor se conviertan en los amos absolutos sería sólo la consecuencia lógica del imparable imperio del coche. Las multimillonarias inversiones en carreteras, al servicio más del negocio automovilístico que de la libertad de desplazamiento del común de los ciudadanos, convierten a los ciclistas en el chivo expiatorio del escaso autocontrol que una parte de los conductores practica cuando se encuentra esa molestia por delante. Porque, seamos sinceros, todos sabemos que cuando aparecen varios o muchos ciclistas en fila india o en grupo ese magma de conductores absolutos y cabreados sólo sonríen si los ciclistas se llaman Indurain o los ven en TV mullidos desde el sillón del salón cometiendo la gesta de subir al Estelvio, al Alpe d"Huez o al Turmalet en medio de un calor sofocante. Mientras una norma no autorice a los ciclistas a circular en grupo para hacerse visibles desde lejos a ese tipo de conductores impresentables, o se amplíen las carreteras por los lados con arcenes expresamente diseñados para la circulación ciclista o, simplemente, se declaren ciertas carreteras, como propuse ya en su día, de uso preferente para el tráfico ciclista, cada muerte de ciclista señalará a la desidia de los responsables políticos y al desprecio que sienten ante nuestra atrevida e imprudente fragilidad.
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