San Pancracio y Tarzán se citan los jueves en el mercado de la catedral
El mercadillo de antigüedades que se monta cada jueves en la avenida de la Catedral, en Barcelona, es más importante por los contactos que se hacen en él que por el género que se vende. De una u otra forma, todos los asentadores han pasado por la experiencia de acabar la jornada sin haber ingresado un duro en caja. Para ser exactos, todos han pasado por el trance de cerrar el día con números rojos después de pagar las 5.500 pesetas de tasa que todas las semanas les cobra el Ayuntamiento a cambio de montar las carpas que cobijan el género, asegurarles la corriente eléctrica y procurarles algún otro servicio. Si coleccionistas de todas clases y comerciantes de toda la ciudad no hubiesen adquirido la costumbre de pasarse por allí de vez en cuando, intercambiar mercancías y acordar negocios futuros, el mercadillo no habría superado los 20 años de vida con 30 vendedores fijos, anticuarios o brocanters -del francés brocanteur; chamarilero, cambalachero-, como así ha sucedido. ¿Herencia fenicia, tradición familiar, romanticismo? De todo hay. A juicio de Narcís Martínez, especializado en máquinas, instrumentos y herramientas antiguas, aquello que más mueve a sus colegas de mercadillo son "las ganas de saber". Martínez es aparejador y ejerció hasta que hace 20 años convirtió en negocio la afición a guardar cosas que cultivaron varias generaciones de su familia. "El trabajo no es fácil porque aquí el coleccionismo empieza a despertar", se lamenta, pero prefiere sus máquinas fotográficas de mucho antes de la Instamatic y sus sifones de hace 50 años a precios asequibles -de 2.000 a 6.000 pesetas-, aunque alguna pieza rara y exquisita puede llegar a las 50.000 pesetas, que su anterior empleo. El aparejador no es el único titulado dado a lo antiguo. Entre los propietarios de puestos se cuentan un licenciado en Bellas Artes, un economista, un guía turístico y un perito industrial. Otros probaron fortuna en profesiones de todas clases hasta que se sintieron poseídos por el amor a lo viejo. "Es difícil acabar en esto sin empezar de muy joven, aunque la mayoría no tenemos antecedentes familiares", dice Josep Font, presidente de turno del mercado, que estudió un curso de Derecho antes de la mili, luego fue empleado de banca y finalmente decidió que lo mejor era seguir el impulso de sus recuerdos de infancia: en la casa de su madre en Creixell (Tarragonès) pasó muchos veranos rodeado de objetos antiguos y allí empezó a apreciarlos. Font admite un punto de romanticismo -"la inmensa mayoría de brocanters vive al día"- y de hobby en su trabajo: "Los que estamos en esto siempre guardamos cosas en casa". Joan Pons ratifica la doble condición de vendedor y de coleccionista de la mayoría de sus colegas: "Yo soy perito industrial, pero siempre me han gustado los libros. Durante un tiempo trabajé en una casa de electrodomésticos, pero los libros me pudieron". Su oferta es muy variada y ecléctica, y lo mismo vende una novela romántica de rompe y rasga que José Antonio y la revolución nacional, selección de textos hecha por Agustín del Río Cisneros que publicó Ediciones del Movimiento en 1972. "¿A cómo se vende?". "Éste, a 3.000 pesetas, pero los hay más baratos. Éstos del Movimiento publicaron una barbaridad". Entre que unos publicaron mucho y el común no parece muy inclinado a leer, Pons se lamenta de que el libro viejo cada día tiene menos salida: "Ahora se ponen delante de la tele o del vídeo... Ya no hay ni afición ni curiosidad". Ni la hay ni parece que la vaya a haber en el futuro, pero el hombre no ceja y los domingos por la mañana se va con la mercancía a probar fortuna en el mercado de Sant Antoni. Allí coincide con Joan Camps, especializado en papel antiguo: postales, cromos, acciones, documentos, cartas, fotos, carteles y toda clase de iconos, a poder ser, anteriores a 1920. Camps es de los más jóvenes en el mercado de los jueves, pero es de los que más historia arrastra: el abuelo abrió el negocio y fue un pionero de las colecciones de cromos, lo siguió su padre y ahora él está al frente de las operaciones. Obligaciones de 1936 Camps ofrece a la clientela el genuino cartel de la pomada Aspaime, contra la tos, o Tarzán, furia salvaje, del no muy glorioso Lex Baxter, ambos a 7.500 de vellón -"si fuese de Johnny Weissmuller, estaría en 40.000 o 50.000, claro"-, acciones vencidas de la compañía Mexico North Western Railway a 12.000 el título, obligaciones de la Generalitat de 1936 a 6.000 pesetas y postales de todas clases al módico precio de 200. "Una vez, por una obligación de la ciudad de Barcelona, del siglo XVIII, pagaron 250.000 pesetas", recuerda Pons, "pero en general el negocio anda mal". Más que la competencia, el problema es que los coleccionistas son siempre los mismos y cuesta encontrar nuevos aficionados: "Los coleccionistas son gente de dinero que ha coleccionado toda la vida. Aquí es más importante venir para hacer contactos que para vender, pero la verdad es que hay pocas caras nuevas". Se conoce que hay un prejuicio muy extendido y en general se asocia a estos mercadillos con precios prohibitivos, lo cual no siempre es cierto. "Aquí pueden comprarse muchas cosas a 10 duros y a 20 duros", recuerda Josep Font y corrobora Neus Aguilar, vecina de puesto, que siempre tiene a mano, como corresponde a su ocupación, una figura regalada de san Pancracio -si no es regalada, no surte efecto-, mártir de la Iglesia que vigila la buena marcha de los negocios de anticuarios y similares. En cuanto a los precios, la mayoría de los vendedores del mercado coinciden en que son muy ajustados y que en una tienda convencional de antigüedades de Barcelona se pueden duplicar y hasta triplicar.
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