Sin salir de Pedralbes
Fue, al parecer, Salvador Dalí el que sentenció que quien una vez cumplidos los 40 años todavía viaja en metro es un fracasado. Hallándome plenamente incluido en esas dos circunstancias -la edad y el medio de transporte-, resulta muy probable que los siguientes párrafos sean, por mi parte, reflejo de la más cochina envidia, del más vil resentimiento hacia aquellos triunfadores que no descienden jamás al subterráneo hormiguero de los fracasados. Queda advertido. El caso es que, según reseñó cumplidamente este diario, con ocasión de su última visita oficial a Barcelona, el presidente José María Aznar fue el invitado de honor de un almuerzo informal con un selectísimo grupo de intelectuales catalanes: gestores culturales, escritores -uno de ellos, académico de la Real de la lengua-, personalidades de la arquitectura, expertos en pintura, un filósofo de regreso de la política, un diseñador... Vaya por delante mi sincero respeto personal -entreverado, en algunos casos, de amistad- hacia todos y cada uno de ellos. Se lo tenía ya, pero ha subido varios enteros a la luz de los detalles que se han filtrado sobre el encuentro presidencial. Ahí es nada, atender y opinar en torno a las preferencias poéticas de José María Aznar e intervenir en la elucidación de si Pablo Neruda era mejor poeta que persona, o viceversa. ¡Menudo dilema! ¡Y menuda contribución al utillaje de la historia y de la crítica literaria! Es una lástima que ninguno de los comensales -al menos, no consta- se lanzase por ese camino e invitara al presidente del Gobierno a ponderar cualidades literarias y personales de Gabriel Celaya, de Salvador Espriu, de Jaime Gil de Biedma... Hubiéramos podido extraer de ello un curioso y significativo cuadro de honor. Lo dicho, pues: respeto y simpatía hacia esos beneméritos intelectuales. Y también un estremecimiento de pavor ante la hipótesis -puro ejercicio especulativo, pues era del todo imposible- de haberme hallado entre los participantes en el ágape cuando el ilustre huésped les disparó esa pregunta aguda, sutil e intencionada como un estilete: "¿Cómo viven ustedes los catalanes el centenario de Federico García Lorca?". Eso, ¿cómo lo vivimos? Por mi parte, y tras ardua introspección, confieso que lo vivo desde cierta distancia, siguiendo apenas por la prensa las conmemoraciones oficiales, los ciclos de conferencias y las novedades bibliográficas alrededor del poeta-taumaturgo granadino que infundió interés y valor imperecederos a todo cuanto tocaba. Pero si la pregunta de Aznar envolvía -como aseguran los cronistas- una especie de examen sobre el grado de apertura o cerrazón de sus interlocutores catalanes, me temo que mi torpe e imaginaria respuesta me hubiera confirmado sin remisión como un espíritu localista y cerril, más pueblerino que los habitantes de la aldea de Astérix. ¡Qué bochorno! A lo largo de los 180 minutos de reunión se habló, sin duda, de muchos otros asuntos culturales y políticos de cuyo detalle las paredes de la casa de Óscar Tusquets guardan el secreto. La conversación debió desparramarse en los meandros de la sobremesa, del café, de los licores, quizá de los cigarros (de varios de los asistentes me consta su afición por los buenos habanos). Hasta que las exigencias implacables de la agenda presidencial obligaron a levantar la sesión, no sin antes emplazarles para una nueva cita en La Moncloa. Entonces -lo reseña delicadamente el redactor de EL PAÍS-, "sin moverse del barrio de Pedralbes y flanqueado siempre por los tilos de la avenida de Pearson", José María Aznar se trasladó a la cercana sede del Instituto de Estudios Superiores de la Empresa (IESE), nacido en 1958 al amparo de la Universidad de Navarra. Allí le aguardaban varios cientos de aplicados y fervorosos estudiantes, así como una escogida representación del mundo empresarial barcelonés, ante los cuales el presidente del Gobierno español disertó sobre la boyante marcha de la economía y los retos del euro, y se sometió al ritual del coloquio con rotundo éxito de crítica y de público. Queda muy lejos, por tanto, aquel desencuentro de 1995, cuando el entonces presidenciable del Partido Popular pisó susceptibilidades y generó malas vibraciones en una famosa reunión con los hombres y las mujeres del Círculo de Economía. Sea el "espíritu de La Moncloa", sea la púrpura del poder, sea el mando sobre el BOE o el control de los Presupuestos Generales del Estado, lo cierto es que la burguesía catalana -la del dinero, e incluso la del talento- ha acabado por sucumbir a los encantos políticos de José María Aznar. Enhorabuena a todos. España va bien y, en cuanto a Pedralbes, ya no puede ir mejor. En este mi paladino reconocimiento de los triunfos de la jornada presidencial barcelonesa del pasado 26 de mayo, únicamente quisiera introducir un pequeño matiz. Se ha escrito que, esa tarde, José María Aznar prosiguió "su inmersión en la sociedad catalana". Más que inmersión, opino que lo de la avenida de Pearson no pasó del baño maría.
Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona.
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