Libros
Al elogiar la lectura, al defender los libros, solemos acudir a ideas filosóficas, a razones de justificada tradición intelectual, a esa voluntad optimista de fe en la cultura que hemos heredado del Humanisno y de la Ilustración. Conviene no perder la memoria de un sueño que intentó convertirnos, a través de los siglos y de los sinsentidos de la realidad, en ciudadanos críticos, conocedores de nuestro pasado, responsables de nuestra sabiduría y nuestro destino. Pero tampoco conviene olvidar la otra cara del sueño, el simple placer íntimo, la humilde y solitaria felicidad que los lectores sentimos con un libro en las manos. Al pasear estos días por la Feria del Libro de Granada, he recordado el pasaje que Marcel Proust dedica a la lectura en Por el camino de Swann. No defiende grandes valores filosóficos, se limita a describir sus recuerdos, la luz de la habitación elegida a lo largo de los años, la comodidad de la butaca, el silencio y el canto de los pájaros en el huerto, la alegría de saber que por delante flotan unas horas propias, un tiempo que no va a ser interrumpido. Resulta difícil encontrar una defensa mejor de los libros, nada supera a esa dicha limpia y personal. Hay sensaciones que no pueden entenderse si no se han vivido. Los libros significan cultura, debate, imaginación, deseo, pero también son la puerta a la extraña felicidad que se apodera de nosotros cuando entramos en casa, nos preparamos una copa, encendemos la lámpara, acomodamos nuestro cuerpo a la butaca, recibimos la amabilidad cómplice de las paredes conocidas y los relojes tranquilos y nos sumergimos en una historia sin límites, en un tiempo sin fronteras acuciantes. Claro que la existencia se complica, a veces incluso en un vértigo afortunado, y los lectores debemos buscar huecos allí donde la rutina paraliza la carrera desbordada de sus compromisos. A causa de los libros siento ahora un placer sincero, una alegría íntima y agradecida, cada vez que me subo en un autobús de los que cubren la línea Granada-Madrid-Granada. Cinco horas por delante, un tiempo y unos kilómetros convertidos en instinto silencioso de felicidad. En cuanto las agendas se apiadan y los horarios permiten la tranquilidad, me olvido del coche y del avión, hago cola en la ventanilla de Etnacar y dejo que el paisaje se suceda a sí mismo, que la distancia suene con un rumor interminable, que la luz de la mañana caiga sobre las páginas de un libro, renglón a renglón, capítulo a capítulo, como los kilómetros en las ruedas del autobús. Cinco horas sin citas, sin llamadas de teléfono, sin pañales que cambiar, sin clases en la Universidad, sin presentaciones, sin hijas a las que recoger en la academia de inglés o en la escuela de música. No es exactamente lo mismo que la habitación de Proust, pero uno puede encontrar en un autobús la felicidad de leer. La Rima a "Elisa", una maravillosa falsificación de Bécquer, que engañó durante años a los estudiosos, empieza con un verso decisivo: "Para que los leas con tus ojos grises". Los libros están escritos para que los leamos con nuestros ojos y no hay mejor defensa de la lectura que ese placer íntimo que sentimos al ser dueños de nuestro tiempo y de nuestra mirada.
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