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La cultura viajera

JULIO A. MÁÑEZ Persuadidos de que nuestra cultura atraviesa el mejor momento del siglo gracias a los méritos de su gestión, los responsables políticos del asunto se han propuesto demostrarlo a todo el mundo mediante la proliferación de embajadas culturales a los territorios más remotos del planeta, de manera que pronto no habrá de quedar lugar en esta tierra exento de la correspondiente visita de la, por lo común, nutrida representación valenciana dispuesta a ofrendar nuevas glorias al mundo, y eso hasta el punto de que bien puede abrigarse la sospecha de que se trata -en indirecto homenaje al muy valenciano aunque siempre arcaico Federico García Sanchiz y su afición a españolear- de un astuto intento de obviar los conflictos con los vecinos más próximos mediante una paulatina, aunque no precisamente discreta, vulneración del orbe entero. El asunto tendría algo más de gracia, en relación con alguna de las actividades que así se quieren exportar, si figurase entre sus propósitos el de la reciprocidad, de modo que una vez cumplida la visita valenciana a Brasil, por ejemplo, nuestra delegación regresara acompañada de una representación de aquel país, tan nutrida por lo menos como la nuestra, con sus samberos, sus teatreros, sus fotógrafos, sus cineastas y sus excelentes artistas plásticos, lo que contribuiría sin duda en gran medida a hacernos más llevadera la ausencia del grueso de nuestros artistas entre viaje y viaje. No siendo así, parece legítima la sospecha de que el ánimo autopromocional no es ajeno a la voluntad de quienes planean y comandan esa clase de expediciones, cosa muy natural cuando se aspira a prosperar en política pero que puede resultar fatal para el sosiego y la tranquilidad de espíritu que deben asistir al artista en el delicado proceso de la creación de obras de fuste. Es una política cultural que, además, no carece de riesgos, ya que el contribuyente valenciano bien puede preguntarse a santo de qué hipotética gloria ajena debe correr con los gastos de esas expediciones de una sola dirección que en nada le beneficia. Pero también porque, caso de que nuestros responsables culturales acojan con su habitual entusiasmo la política de reciprocidad que aquí se sugiere, bien podría ocurrir que la ciudadanía local prefiriese con mucho las producciones foráneas, condenando así a un exilio permanente a nuestros viajeros artistas y arruinando el futuro político de los inspiradores de ese frenesí por los desplazamientos de larga distancia. Por lo demás, uno se imagina sin esfuerzo la cara de estupor del espectador bonaerense, por poner un caso, ante algunos de los productos que se le ofrecen bajo la marca de fábrica de lo valenciano. Muy a menudo, en el lote expedicionario se incluyen artefactos de dudosa representatividad, algunos de los cuales, además, apenas si han merecido la atención del aficionado valenciano cuando los ha tenido ante sus ojos o cercanos a sus oídos. Por qué se espera que triunfe allende los mares lo que aquí pasó desapercibido, es uno de los misterios de este asunto. El otro es que nadie se ruborice ante el carácter estrictamente provinciano, digno de aquel que hablaba en prosa sin saberlo, de una operación que prefiere ignorar el hecho de que Río de Janeiro o México, Buenos Aires o Caracas, disfrutan de una actividad cultural que para nosotros quisiéramos los valencianos. Incluso sin su ayuda.

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