El temblor de la clandestinidad
Tristes tiempos estos en los que hasta Mae West vería socavada su moral y, en vez de la histórica frase «¿Llevas pistola o es que te alegras de verme?», tendría que preguntarle a su pareja: «¿Llevas pistola o una sobredosis de Viagra?». Debo decirlo: víctima de la ciencia, una ya no puede saber si la quieren por sí misma. O sea, que me alegro de que al producto le estén encontrando contraindicaciones e incluso fallecimientos. En cambio, Pinochet puede estar bien seguro de que el general Faura le ama por sus propios méritos. No hay nada como la pasión castrense: carece de fronteras, y ni el tiempo ni la edad la debilitan.Por otra parte, no quisiera dedicar demasiado tiempo a tales ordinarieces, pues llego como refundada -o sea, reconstruida desde los refundamentos- por la ingestión completa y sin ejercicios previos del Hoy en casa de Isabel Preysler, que el sábado pasado ya les dije que no me daba tiempo a comentar en esta sección. Eso y la noticia de que nuestro Toni Miró ha sido contratado por el padre de Dodi son lo único que puede hacerme olvidar que durante toda la semana he vivido en la clandestinidad reservada a aquellos parias (conozco dos o tres más) a quienes el partido del miércoles nos importaba un rábano.
A veces tengo pesadillas, y veo la Europa del futuro inminente como una sucesión de países-estadio (no Estado: estadio de jugar al fútbol) unidos entre sí por autopistas por las que circularán libremente los forofos del dichoso deporte. Enormes, descomunales estadios en los que se podrá no sólo jugar, sino trabajar, fornicar, dormir, comer, defecar, votar, asesinar; en fin: vivir. En esas pesadillas, los escasos supervivientes de la futbolfagia reinante languidecen en mazmorras subterráneas llenas de libros y de champiñones. Esto se me aparece en mis noches malas (quizá aquellas en que oigo elevarse bestiales alaridos por encima de las azoteas de la ciudad). En mis noches buenas (aquellas en que me dejo puesto un Black & Decker en cada oreja), la fantasía se invierte, y sueño que las masas fanáticas circulan por estadios y túneles bajo tierra, mientras a los mansos nos quedan las verdes praderas exteriores y algún que otro monumento público salvado del entusiasmo popular.
Sin embargo, me ha dado ánimos la oportuna comprobación de que mi vida puede cambiar si cuido más el arreglo de la mesa cuando tengo invitados. Es más, la otra noche recibí (que es como hay que decirlo cuando vienen amigos), y, siguiendo los consejos de Hoy en casa, procedí (como indicó Preysler al despedirse) «a poner algo de mi parte para que las cosas que me rodean sean un poquito mejor» (cito de memoria, pues la sentencia me pilló de sopetón y sin bolígrafo). Así pues, coloqué las copas al bies y los cubiertos escalona dos (o viceversa), y luego me pasé por debajo de los sobacos un pañuelo de los que el común de las mujeres nos enlazamos al cuello (por lo visto, es una estupidez, pudiendo atarse los pies con él), y así aguardé a mis huéspedes. Y no saben cómo ha cambiado mi vida: han dejado de hablarme. Espero con fervor las instrucciones prometidas para hoy (ayer para ustedes: lo siento), siguiendo las cuales podrá vestirse como una maniquí lo mismo una mujer de la talla 38 que una de la 44. Si persevero, conseguiré que me echen de este periódico.
En cuanto a lo del fichaje de Toni Miró por parte de Mohamed al Fayed para que participe en su nuevo departamento de moda masculina en Harrods, supongo que es por lo legal. Quizá el Reino Unido carece de una Ley de Extranjería tan firme como la nuestra, que no sólo castiga al trabajador sin documentos en regla, sino también a quien le ayuda y acoge; lo que quiere decir que, en el caso contrario, pongamos que el papá de Dodi fuera costurera y se viniera a España sin contrato de trabajo (Alá no lo quiera) y alguien le echara una mano (no explotándole, sino ayudándole solidariamente a vivir): entonces caería sobre ambos todo el peso de artículo 98.10 del Reglamento de Extranjería, que es, precisamente, una amenaza mortal para el altruismo, genera miedo y fomenta el racismo y hace que la Asociación Pro Derechos Humanos haya presentado una queja al Defensor del Pueblo, apoyada por Jueces para la Democracia, por considerar que estas medidas atentan contra la Declaración de Derechos Humanos y la propia Constitución Española.
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