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El muerto

Juan José Millás

A veces suceden cosas que no están en el guión. El jueves pasado, mientras Madrid se rendía a uno de esos proveedores de sentido trascendental que son los clubes de fútbol, el salón de actos de la Facultad de Filosofía de la Universidad Autónoma se llenaba hasta la bandera para contemplar la entrada de una interrogación dentro de un ataúd. Un grupo de alumnos de tercero, en colaboración con algunos de sus profesores y el artista Domingo Sánchez Blanco, había organizado el traslado de un cadáver momificado desde la Facultad de Bellas Artes de Salamanca hasta la universidad madrileña. Un gran panel, a la entrada de la facultad, relataba las incidencias del viaje transmitida por los ocupantes del furgón a través de un móvil: "11.35. Nacional 501. Adelantando tres camiones. En una situación así, el contraste de la enorme temporalidad externa y el vaciamiento de la vida interior hace aún más intensa la experiencia humana de la fugacidad del tiempo y de la vida. Una señora nos ha preguntado si el muerto es una obra de arte y cuánto cuesta".Dos chicas, en el hall de la facultad, hablan excitadas.

-¿Pero es un muerto o un cadáver?

-¿Y qué más da una cosa que otra?

-Los cadáveres son más asquerosos. Si te fijas, la misma palabra, cadáver, ya huele a descompuesto.

Son las 13 horas cuando el cortejo fúnebre anuncia que se encuentra a 20 kilómetros de la universidad, de manera que nos precipitamos al salón de actos, donde enseguida no cabrá un alfiler. El representante de los alumnos explica que se trataba de dinamizar una universidad prácticamente muerta, y a fe que lo han conseguido con más de lo mismo (¿pura homeopatía?).

Interviene el profesor Carrillo haciendo una aproximación entre el arte y la muerte, y, tras él, el profesor Castro, que ilustrará sus paradojas con la lectura de un fragmento de Hamlet y un poema de Baudelaire. Pero suena el móvil y es el coche fúnebre, que se encuentra a la altura de Valdelatas.

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Todavía da tiempo, sin embargo, a que se nos diga algo del difunto, del que al principio se creyó que procedía del siglo XVIII, pero no era eso, sino que había fallecido hacía 18 años. No fue reclamado por nadie y se momificó espontáneamente mientras esperaba un destino, transformándose en una hermosa pieza de arte mortuorio.

-Un colega -añade el profesor Castro- me ha preguntado esta mañana si venía a examinarse, por las fechas. En cualquier caso, está exento de tasas.

El muerto se encuentra ya a las puertas de la facultad. Risas nerviosas, parecidas a las de los funerales, tal vez una excitación venérea semejante: estamos en primavera y la media de edad del público ronda los 20 años.

Entra el cadáver dentro de un ataúd de acero y recibe la salutación de Américo Rodríguez, un artista portugués que emite sonidos inusuales por la boca. Abren después la caja y sacan una envoltura de piel, una especie de bolso de viaje gigantesco lleno de cremalleras, del que extraen un bulto envuelto en plástico blanco del que emerge al fin un señor momificado, con un bigote rubio y la boca en forma de "o", como si hubiera entrado en estado de desecación mientras hacía volutas.

Hay un silencio enorme seguido de una ovación estremecedora. Acabamos de comprender que ese muerto ha venido a interrogarnos. Tiene una vocación de sentido exagerada. Su traslado exigió, entre otros, un permiso de Sanidad, y el furgón fue acompañado durante todo el camino por dos coches de la Guardia Civil.

La obra de arte de Domingo Sánchez Blanco reside en el mismo hecho del traslado tras la superación de todos estos obstáculos; en la demostración de que estar muerto es para las instituciones un estado más, equiparable al de casado o viudo.

Salimos a la calle con la impresión de haber asistido, por fin, a un espectáculo vivo. La ciudad que en tiempos de Dámaso tenía un millón de muertos se prepara, enloquecida, para recibir al Real Madrid con la Cibeles llena de cadáveres. Pero quienes hemos asistido al hermoso espectáculo de la Autónoma ya sabemos.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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