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Derecho de sangre

IMANOL ZUBERO Históricamente, dos han sido las vías mediante las cuales los Estados han reconocido a los individuos el derecho de ciudadanía: el ius sanguinis y el ius soli. El primero se corresponde con una concepción étnica de la nación, de manera que es considerado ciudadano sólo aquel que participa de los caracteres étnicos nacionales. Se trata de un principio de pertenencia ampliamente extendido entre los Estados-nación, inventado por esos Estados, que posteriormente ha sido asumido por algunos nacionalismos sin Estado. Tal es la concepción defendida por José A. de Obieta en su obra El derecho humano de la autodeterminación de los pueblos (Madrid, 1985), auténtica biblia del etnonacionalismo. En ella se afirma que "pueden llegar a ser extremadamente peligrosas para un pueblo esas expresiones de carácter demagógico expresadas a veces por algunos líderes políticos -ignorantes o malignos- que propugnan como criterio para determinar la pertenencia de ciertas personas o grupos a un pueblo el hecho de residir simplemente en él". Y concluye: "Si en ningún Estado del mundo se siguen criterios tan laxos y simplistas para obtener la nacionalidad, ¿por qué habría de seguirlos cuando se trata de meros grupos étnicos, o pobres pueblos indefensos, quienes, a diferencia de los Estados, no poseen poder político propio capaz de contrarrestar eficazmente las consecuencias desnacionalizadoras que la aplicación de tales principios podrían producir?". Frente al derecho de sangre, el principio del ius soli defiende una ciudadanía cívica, vinculada al hecho de nacer y, sobre todo, de querer vivir en un territorio concreto, al margen de cuáles sean las características étnicas -raza o lengua- de la persona en cuestión. Se trata del modelo francés, amenazado hoy por el auge de la extrema derecha y su feroz xenofobia. El Estatuto de Autonomía del País Vasco optó por este modelo de ciudadanía cuando en su artículo 7.1 declara que "tendrán la condición política de vascos quienes tengan la vecindad administrativa de acuerdo con las leyes generales del Estado, en cualquiera de los municipios integrados en el territorio de la Comunidad Autónoma". Veinte años después de la aprobación del Estatuto, cuando proliferan hasta la náusea las acusaciones de integrismo contra el nacionalismo vasco, conviene recordar que fue en un momento en el que, recién salidos de la negra etapa franquista, el nacionalismo parecía tocado por la gracia (en un momento en el que el nacionalismo vasco poseía una legitimidad social y un atractivo intelectual incomparablemente mayores que hoy) cuando se optó por una definición no étnica de la ciudadanía vasca. Por cierto, el citado artículo 7 provocó el desacuerdo de diversos partidos, en particular del Partido Socialista de Andalucía, al considerarlo una puerta a la integración por ley de los inmigrantes, cuando "los andaluces que mantengan su voluntad de retorno a Andalucía deben seguir siendo andaluces". Paradójica historia. Si alguien tenía dudas sobre el ser vasco de los militantes del Partido Popular en el País Vasco, su conversión en objetivo prioritario de las acciones de ETA ha terminado con tales dudas. A su pertenencia cívica por la vía del ius soli se añade, desgraciadamente, su pertenencia trágica por la vía del ius sanguinis. No debería ser así. Debería ser innecesario cualquier otro requisito de ciudadanía que lo expuesto por el Estatuto. Pero el caso es que los concejales del PP en Euskadi están siendo asesinados por defender democráticamente un proyecto para este pueblo. Y como ellos, tantos y tantos ciudadanos vascos; vascos porque han decidido trabajar y vivir en esta tierra vasca, vascos también porque ha sido esta tierra vasca la que ha recogido amorosamente su sangre derramada.

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