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Tribuna:
Tribuna
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Holguemos

El mes pasado, hacia sus finales, podría haberse motejado de "abril, huelgas mil", situaciones que se prolongan en este hermoso mayo. Quizá sea una pesadumbre intransferible de la capitalidad, que fastidia bastante a sus moradores. Un avispado amigo pretende ver, en la proliferación de protestas que agarrotan nuestras calles, un oscuro impulso viajero y vacacional, al alcance de todos los bolsillos; ocasión de visitarnos y comprobar que el rey Neptuno continúa con el tridente en ristre. Vaya por delante -por si acaso- el máximo respeto a quienes recurren a este derecho constitucional, otorgado quizá con cierta precipitación y sin haber cuenta de los desdeñados derechos de quienes sufren las consecuencias. Cuando la guerra civil -aquel galimatías sanguinario-, las circunstancias hicieron coincidir en la capital de Castilla gran número de organismos administrativos de una de las zonas, que movió el estro de un poeta a maravillarse, con sorna: "¿Por qué extraño misterio/ te has convertido, ¡oh Burgos!/ en sede de tanto ministerio?".Los habitantes de Madrid nos preguntamos, en ocasiones, la razón de que se colapse la circulación con motivo del planteamiento de problemas, muy a menudo, alejados: el conflicto de la minería astur-leonesa; las razonables quejas de los pescadores de altura y bajura; el amargo lamentar de los olivareros, la ira del labrador, el ganadero y los transformadores de productos lácteos; el inconformismo de los empleados de Correos, etcétera. Por cierto, en cuanto a esta reclamación, alguien me transmite la perplejidad de los muchísimos encargados de oficinas rurales, con frecuencia lugares de veraneo, que, repartidas por toda España, lleva a cabo una sola persona: el recibo, la clasificación y el reparto de cartas y paquetes, cuyo trabajo de oficina es de dos horas diarias -más el tiempo aleatorio de las entregas- y encuentran difícil solidarizarse con quienes exigen siete y que el Estado conserve la titularidad como empleador. No pueden.

Pienso que va siendo hora de que reclamemos la cuota legítima e intransferible de incomodidad ciudadana, como expresión de simpatía, más o menos forzosa, hacia determinados colectivos instalados en nuestra vecindad. Los empleados del metro, por ejemplo, que no sólo pueden dificultar el transporte subterráneo, sino que, cuando suben a la superficie, inmovilizan buena parte del tráfico madrileño. En una de las últimas expresiones públicas de protesta batieron un inédito récord, al emplear, cerca de mil personas, 20 minutos en atravesar la plaza de Cibeles. Incordian, paralizan nudos y comunicaciones importantes, pero son empleados de nuestro metro: aquí trabajan y aquí protestan, también contra la privatización de la empresa o algo parecido. Tres cuartos de lo mismo sucede en el ramo de la construcción, donde la ley de la gravedad hace estragos en los andamios. De gran éxito se califica el paro de la mayoría de los 125.000 obreros que inmovilizaron las principales obras de la capital. Enhorabuena.

Son nuestros problemas y la contribución a la que venimos obligados. Pero, con todos los respetos, disentimos de que nos traigan de fuera reivindicaciones que alteren el tráfico rodado. Existen las famosas competencias, que con tanto ahínco reclaman las otras 16 comunidades autónomas. Pues bien, que figuren en el mismo paquete de transferencias las pretensiones locales. Y que empleen la presencia física de sus representantes parlamentarios, cuya obligación y compromiso es la defensa de aquellos intereses delegados. A semejanza de los usos democráticos divulgados por el cine y la televisión, sean unos senadores y diputados quienes, provistos de la correspondiente pancarta, se manifiesten, por ejemplo, en el amplio vestíbulo del hotel Palace, previo abono de un alquiler convenido, por supuesto. Saldría mucho más barato.

Al menos una vez por semana se atascan importantes vías a causa del fútbol, asunto en el que no tengo deseo de inmiscuirme. En mi reciente gripe, padecí una pesadilla: alguien había prohibido los partidos de Liga y de Copa; enfurecidas muchedumbres devastaban la ciudad, se levantaban cadalsos, el fuego todo lo arrasaba. Horrible, horrible. Menos mal que no se ha llegado a tales extremos.

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