Glándulas en expansión
MATÍAS MÚGICA He visto a Borrell por la tele a la salida de una reunión con el vencido. Estaba impresionante. Mil periodistas le asaltaban con sus micrófonos enfurecidos, algo como para amedrentar al más pintado, pero no a él. Él, templar y mandar. No se le movía un pelo. ¡Y qué cara! Había que verle la cara. Una expresión de plenitud como no se ven muchas. Me cuesta explicar exactamente de qué se trataba pero el candidato, por así decirlo, rebosaba. Y como toda gloria verdadera, le empezaba por el cuerpo. Eso era lo que llamaba la atención: un cierto aumento del volumen corporal, un perfecto encajamiento de vísceras y glándulas. Todo en su sitio. Borrell ante los periodistas se sentaba a sí mismo como un guante, objetivo, según se sabe, de todas las técnicas orientales de meditación y que por lo visto se alcanza también por otras vías no tan espirituales como la de vapulear al adversario. Qué bien alineado iba Borrell. Por su expresión se adivinaba inmediatamente que ciertas glándulas exclusivamente masculinas, muy sensibles a los estados de ánimo y a los cambios de temperatura, le habían alcanzado en ese preciso instante el punto ideal de encajamiento, la perfecta expansión. Épanouis, que dicen los franceses. Como los poetas cuando mueren, el candidato ante los micros se transformaba definitivamente en sí mismo para la eternidad. Por lo demás, el nuevo candidato socialista no es el único a quien le he visto esa cara de exultación visceral. Recuerdo, por ejemplo, a Ortega Cano llegando una vez a la plaza de Pamplona, antes de la corrida. Una muchedumbre de gitanas que le esperaba se le echó encima en cuanto bajó del coche. Me acuerdo de su cara. También a él le encajaba todo de repente, se esponjaba, desbordaba. Debe de ser deliciosa la sensación del ego triunfante, de estar en lo más alto, de mandar mucho, de ser la berza. Debe de serlo, por las caras que ponen. Qué envidia, la verdad. Lo curioso es que hay gente a la que, por más que mande, nunca se le pone cara de eso. Aznar, por ejemplo, y mira tú que manda, tiene más bien cara, qué diría yo, de que algo todavía no acaba de ponérsele en su sitio. Y no digo que no exulte, es de pensar que sí, pero no se le nota. Va por dentro. Otros, en cambio, y es que el ser humano es un pozo de misterios, parecen no necesitar gran cosa para no caber en sí. Ahí tienen a Anguita, que al fin y al cabo no manda un bledo y sin embargo lleva siempre cara de tenerlos a todos en un puño en cuanto le ponen una cámara delante. Por no hablar del ciudadano llano: te cruzas por la calle cada cara de Nerón que solo te lo explicas pensando que a algunos para sentirse el rey les basta con mandar muy poco, quizás más frecuentemente, a su prójima más inmediata. Todo es subjetivo: algunos con un mandado van que chutan, otros tienen que gobernar imperios. Los políticos vascos en el poder me parecen en general, no sé si gracias a Dios o por desgracia, más bien del tipo Aznar. Miren ustedes a Ardanza, a Anasagasti, por citar a dos que me son simpáticos. Qué cara de buenos chicos, qué txintxos se les ve. Y es que sin duda lo son. Uno se los imagina mal haciendo el matoncillo ante la prensa, entregados a un instante de gloria testicular como Borrell. Con esa cara no parece ni que manden. Claro que, verdaderamente, tampoco mandan para tanto: sólo en un rincón sin importancia de un país sin importancia, pero también en esto todo es subjetivo y a ellos, como a Dubellay, el huertico de su casa les es una provincia et beaucoup d´avantage. Teniendo para ellos Euskadi importancia planetaria, no se ve qué podría impedirles sentirse más poderosos que Clinton. Es por su carácter; son sencillos, y es que los vascos, para bien y para mal, somos así: inhibidillos. Aunque no todos: hay otro, que en principio manda menos, pero que no parece sino que fuera emperador de Roma y a todas luces vive en estado permanente de nirvana glandular. Ya saben quién digo: uno con una cara de jefe que mete miedo. Y eso que no es el que más manda. ¡O sí es el que más manda?
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