La Ostrería
Han cerrado La Ostrería, un establecimiento de vanguardia que asaba pollos asados (perdonen la redundancia) en López de Hoyos, y ofrecía platos combinados al público. El plato combinado ahora mismo es una porquería más, pero hace años era tecnología punta alimentaria. Después de él sólo cabía esperar esa pastilla del tamaño de una gominola que tomada con un vaso de agua nos quitaría el hambre para dos o tres días. La pastilla no llegó, y el combinado fue deteriorándose hasta alcanzar las manifestaciones pictóricas y fotográficas que de él conocemos en la actualidad. Muchos afirman que no se puede degradar más, pero hace poco, cerca de Santo Domingo, vi uno que incluía dos salchichas al microondas en nata líquida y huevos escalfados. Las perversiones del estómago, como las del sexo, no tienen límites conocidos. De hecho, suelen ir asociadas. Junto a Ballesta, han puesto un "restaurante erótico" al que entra gente delgada con expresión libidinosa. Da miedo asomarse.En cuanto al pollo asado, qué vamos a decir. Constituyó para nosotros una experiencia gastronómica fundacional. Personalmente, cuando vi al alcance de mi tenedor la primera pechuga con la piel churruscada, el mundo me pareció perfecto para haber sido hecho en siete días y consideré lógico que los mamíferos nos comiéramos unos a otros con naturalidad.
-Los pollos no son mamíferos -advirtió mi hermano. No le llevé la contraria porque sacaba sobresaliente en Ciencias Naturales y estaba más informado que yo de la cuestión, pero a mí aquella carne me parecía muy semejante a la nuestra. De hecho, comprendí entonces el canibalismo, aunque luego lo he rechazado por razones culturales. Jamás he visto una gallina viva, pero siempre las he imaginado con dos grandes senos de los que maman, insaciables, sus polluelos. En algunos dibujos animados salen así y están muy atractivas. Tal vez la genética arregle ese error de la naturaleza y consiga crear, ahora que Dolly se ha hecho adulta y ha tenido hijos, un pollo criado con leche materna, o maternizada al menos.
En fin, que debemos mucho a La Ostrería, donde no vi, sin embargo, una ostra jamás. Seguramente las darían en la trastienda: en el restaurante, quiero decir, donde nunca entré porque me parecía un lujo excesivo. La barra, en la última época en la que yo frecuenté el establecimiento (primeros ochenta), tenía forma de herradura y era muy fácil escuchar las conversaciones de la gente mientras tomabas un plato combinado que habría firmado sin ningún pudor Andy Warhol.
A esas alturas, ya había rechazado el pollo por razones humanitarias y me alimentaba más bien de conversaciones ajenas. Generalmente son malas, pero en La Ostrería cacé alguna que todavía recuerdo, aunque nunca he sabido cómo utilizar. Un día, por ejemplo, una señora que, vete tú a saber por qué, comía allí con su yerno tres veces por semana, dijo:
-Imagínate que voy tan tranquila en el taxi, cuando veo una cucaracha en el suelo. Se lo digo al conductor y qué crees que me contesta. Pues que habrá entrado por el sumidero. Entonces coge de la guantera un tapón del tamaño del de un lavabo y me lo da para que lo tape. No te lo vas a creer, pero había, en efecto, un agujero en el suelo del coche. Yo ya no sabía si estaba en una bañera o en un taxi, la verdad.
Por lo que pude averiguar, el taxista era un loco de los sumideros, pues vivía convencido de que nos conectaban con dimensiones místicas, así que tenía uno en el colchón y otro en el sofá, además de tres en el tresillo.
Ahora, cerrada con unos tablones mal dispuestos, La Ostrería me parecía a mí también un sumidero por el que desaparecían los pollos asados de la infancia, y los primeros platos combinados de la adolescencia. Estuve a punto de asomarme para ver qué quedaba de la barra y todo lo demás, pero tuve miedo de ser aspirado por aquella cloaca del tiempo, y preferí observarlo todo desde la acera de enfrente, donde aún se mantienen en pie Sirera y El Arca de Noé, dos tiendas de la época en cuyos escaparates todavía podemos vernos con pantalones cortos. Y que duren. Amén.
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