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Prevaricación ecológica

Sorprende observar, con ocasión de la reciente ruptura de la presa mineral de Aznalcóllar, en las cercanías de Doñana, con qué gracia se sacuden los balones fuera las Administraciones competentes o, de alguna manera, relacionadas con la temática ambiental. Recientes titulares de prensa, tales como La Junta de Andalucía y el Gobierno eluden las culpas y cruzan acusaciones por el vertido tóxico (EL PAÍS, 28 de abril de 1998), ilustran perfectamente esta situación. Diríase que en España no hay más causante de desastres ecológicos que «el otro», o si mucho me apuran, que la propia naturaleza, inserta, parece ser, en un inexplicable e imparable proceso de autoinmolación.Este lamentable acontecimiento puede servir para efectuar algunas reflexiones sobre la responsabilidad penal de la Administración en temas de medio ambiente y, concretamente, sobre la prevaricación ambiental. Quizás sea oportuno comenzar indicando que la prevaricación es una figura familiar en nuestro sistema legal. De hecho estaba ya presente en las Partidas y en la Novísima Recompilación. Es, además, una figura que, me atrevería a decir, ha evolucionado cualitativa, que no cuantitativamente, en años más recientes. Así, un Diccionario Judicial al uso en el año 1831 señalaba que prevaricador era «El que falta á las obligaciones de su oficio quebrantando la fe, palabra, religion ó juramento». En la actualidad el concepto de prevaricación es un concepto más estricto, ya que para que se produzca esa figura delictiva se requiere, esencialmente, y según reiterada jurisprudencia, un «incumplimiento malicioso o por ignorancia inexcusable de las funciones públicas que se desempeñan». Tal como se puede observar, a la conducta inicial se le han ido agregando calificativos que han acabado estilizando o limitando aquel amplio concepto inicial.

Afirmaba que el delito de prevaricación ha sufrido un cambio cualitativo, que no cuantitativo. Es evidente que siguen cometiéndose delitos de prevaricación a diestro y siniestro y a pesar del transcurso de los años. Para comprender, en ese sentido, los pocos cambios que se han producido en la España de nuestros días en relación con la del siglo XIX, basta con ojear, u hojear simplemente, esa iluminadora obra que es El laberinto español, de Gerald Brennan, o Spain 1808-1975, de Raymond Carr , y confrontar la España que describen estos admirables autores con la España que simplemente percibimos a través de la prensa diaria o los medios de comunicación. Uno no puede por menos que preguntarse si históricamente nuestras autoridades y funcionarios han tenido del todo claro, parafraseando a Ortega y Gasset, que el «individuo es una misma cosa con la sociedad, es un nudo de realidades sociales, un punto de intersección, un desfiladero de energías colectivas».

A la vista de esa situación y a la vista de la creciente importancia de los temas ambientales en los contextos políticos y sociales del país, el legislador optó por incorporar una figura especial de prevaricación entre los delitos contra el medio ambiente en el Código Penal de 1995. La intención del legislador no ofrecía, pues, ningún género de dudas al respecto. Es más, no solamente introdujo una regulación especial para este tipo de prevaricación, sino que incrementó las conductas delictivas en relación con la prevaricación ordinaria, aumentando incluso en los artículos 320, 322 y 329 las sanciones penales aplicables.

Ahora bien, la cuestión que indefectiblemente surge es si la solución al problema está en la simple penalización de estas conductas. Recientemente (sentencia de 27 de noviembre de 1997), la Audiencia Provincial de Vizcaya condenaba a un alto cargo de la Administración vasca a ocho años de inhabilitación especial por prevaricación en relación a un tema de caza. A principios de este mismo año, la Audiencia Provincial de Valencia ordenaba a un juzgado de instrucción la investigación de un posible delito de prevaricación cometido por otro alto cargo y en una temática similar. No son más que dos ejemplos ilustrativos que expresan la proyección práctica de esa normativa y el respeto al principio de legalidad, desde el mismo momento en que se abren investigaciones que posibilitan las condenas de los inculpados. Posiblemente, con el tema de la presa de Aznalcóllar se tenga de nuevo la oportunidad de aplicar esta figura penal.

Pero algo importante falla cuando se acaba haciendo necesaria la penalización de la actividad de quienes precisamente, a tenor del artículo 45.2º de la Constitución española, tienen la más esencial labor en relación con ese interés colectivo que es el medio ambiente: su gestión y preservación. Los poderes públicos, dice la Constitución, «velarán por la utilización racional de los recursos naturales, con el fin de proteger y mejorar la calidad de vida y defender y restaurar el medio ambiente...». Es indiscutible que la solución al problema ambiental, en una parte importante, posiblemente la que más, está en manos de la propia Administración, y por ende de los partidos políticos que en su momento la asumen. Y ello es así precisamente por esa sacra labor de gestión a la que nos referíamos. Pero, a la vista de los acontecimientos, de nuevo surge la duda y de nuevo campean las citas de Ortega, tan buen conocedor de la realidad española: «¿Quién es tan tonto para esperar que las cosas difíciles se hagan solas o por la taumaturgia de la peroración y de la charla con los jefes políticos?».

A diferencia de antaño, cuando la alternancia de los partidos en el poder estaba casi institucionalizada, hoy los partidos compiten duramente y elaboran programas para convencer al electorado. Raro es, además, el partido político que no incorpora a su programa un amplio dossier de temas e iniciativas de futuro ambientales. Es sabido que muchos de los puntos de sus programas caen luego en el olvido o se pierden en la historia de los tiempos. Individuos y sectores sociales se quejan, con frecuencia y con razón, de la falta de rigor y de seriedad que la clase política observa cuando alcanza el poder en relación con sus planteamientos electorales. Las promesas ambientales suelen ser, sin embargo, más concretas que la mayoría de las promesas políticas, que con frecuencia se diluyen en la vaguedad: reducción de impuestos, apoyo a las clases desfavorecidas, reducción del desempleo, etcétera. Pues bien, ¿por qué no empezar exigiéndoles a los partidos que cumplan las más concretas y, por ende, controlables iniciativas ambientales, menos dadas a la imprecisión? ¿Por qué no instar a las ONG, departamentos universitarios, grupos de especialistas, a que se organicen para poder reclamar en ese sentido? ¿Por qué no aprovechar la oportunidad de exigir eficacia a los partidos en un tema inicial, exigencia que luego se podría hacer extensiva a otras materias? No quisiera que estas consideraciones fueran tomadas como una simple forma de lamentación elegíaca, especialmente después del tema de la presa de Aznalcóllar. Apenas estoy pespunteando algunas posibilidades al margen de tan lacerante incidente. Y la verdad, si tanto se habla de la crisis del sistema de partidos políticos, no acabo de ver por qué esta sociedad nuestra no reacciona al respecto. No sé, a lo mejor sigue teniendo razón Ortega casi cien años después. Mientras tanto, es de esperar que el nuevo delito de prevaricación ambiental cumpla su cometido, restaure el orden jurídico perturbado y sirva, al menos, para hacer ver a la Administración lo que la sociedad le reclama.

Antonio Vercher Noguera es fiscal del Tribunal Supremo.

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