Poner puertas al desastre
Los técnicos tratan de encauzar la riada tóxica por un laberinto de canales, flujos y mareas
Las marismas de Doñana son un plano de pureza matemática a medio camino entre la tierra y el mar. Su aspecto variable es una compleja resultante del lento flujo del Guadalquivir, las mareas del Atlántico y la red de canales y compuertas que utilizan los arroceros para anegar sus cultivos. Desde hace dos días, la ecuación se ha enriquecido con un nuevo elemento: cinco millones de metros cúbicos de aguas ácidas, pobres en oxígeno y saturadas de metales pesados. Ahora hay que despejar la incógnita.
La zona también es compleja en fronteras administrativas. La ministra de Medio Ambiente, Isabel Tocino, declaró ayer con satisfacción que Doñana estaba a salvo. Se refería al Parque Nacional, el núcleo duro de Doñana, bajo jurisdicción ministerial. Pero, a pocos metros de esa frontera invisible se extienden los arrozales de Aznalcázar (Sevilla).
El viernes pasado, los agricultores estaban abonando los terrenos, y en pocos días hubieran empezado a anegarlos con sus canales. No hizo falta: el sábado les cayó encima un río de azufre, plomo, cobre, cadmio y zinc. José Jurado, alcalde de Aznalcázar, es una de las decenas de personas que llevan dos días sin dormir, tratando de encauzar la riada, intentando poner puertas al desastre. Sobre el optimismo de la ministra no quiere hacer comentarios, pero sí aporta algunas cifras sombrías: en su término municipal, 3.500 hectáreas de arrozal, algodón, girasol, cítricos y frutales se han ido a paseo; 250 agricultores y 500 jornaleros lo han perdido todo, y unas pérdidas de nueve dígitos esperan una cuantificación precisa. El agua de los pozos no se podrá tocar en mucho tiempo.
La muerte lenta
El alcalde está dispuesto a exigir todas las responsabilidades que haga falta, pero eso no toca hoy. La riada transporta dos clases de muerte. La primera es rápida. La aguas de la empresa minera Bolident estaban estancadas, sin la agitación necesaria para cargarse de oxígeno. Los peces, crustáceos y anfibios se asfixian por falta de oxígeno al sumergirse en ellas. Ayer por la tarde, cuando el nivel empezaba a bajar, ya podían verse docenas de carpas muertas de gran tamaño en las márgenes de los canales, sobre un lodo negro, del color de la pizarra. La segunda muerte es lenta. Eva Hernández, responsable de campaña de hábitats de Greenpeace -la misma cara de sueño que ayer abundaba por las marismas- lo expresaba así: «Los metales pesados no arden, no explotan, no hacen ruido, son la muerte silenciosa. Se infiltran en los acuíferos, son muy tóxicos y se van acumulando en el organismo. Además, se transmiten por la cadena trófica, de presas a depredadores». Estos contaminantes se irán depositando en los sedimentos de la zona, y no está muy claro por el momento qué se podrá hacer con ellos.
Los agricultores
Los brazos fluviales y los canales de riego forman una maraña inextricable. En las primeras horas tras la rotura del embalse, los primeros en reaccionar fueron los agricultores, que intentaron cerrar los accesos a los cultivos mediante barreras de tierra. El director del Parque Natural de Doñana, Javier Cobo, y el viceconsejero de Medio Ambiente de la Junta de Andalucía, Luis García -dos caras de sueño más- dirigían ayer una operación laberíntica que pretendía encauzar el desbordamiento para alejarlo del parque nacional y del llamado Lucio del Cangrejo, una depresión de gran valor ecológico.
Las mareas del Atlántico viajan Guadalquivir arriba hasta el norte de Sevilla: una complicación más para los cálculos. Los técnicos miraban ayer con un ojo a las palas excavadoras que construían muros de barro en mitad del campo, y con el otro a su reloj de pulsera. La pleamar estaba prevista para las seis de la tarde, y existía el peligro de que hiciera desbordarse todo el invento.
Los diseñadores del laberinto tenían previsto que la bajada de la marea (entre las 18.00 y la medianoche) funcionara como una bomba de succión que arrastrara la riada tóxica por los improvisados canales que acababan de montar y la desaguara hasta el Guadalquivir. La acidez no era ayer demasiado preocupante. Las aguas embalsadas tenían un pH 2 (muy ácido), pero aguas abajo las mediciones no habían superado el pH 5,5 (el pH 7 es neutro; 5,5 supone una acidez moderada).
Si todo va bien, los vertidos tóxicos acabarán en el Guadalquivir, que los entregará puntualmente a su desembocadura en Sanlúcar de Barrameda. Los efectos que tendrán allí sobre los bancos de pesca se ignoran por el momento.
Analizar el grado de contaminación de las aguas llevará todavía cuatro o cinco días. La vuelta a la normalidad llevará bastante más.
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