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Elogio de la políticaJOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

La victoria de Borrell en las primarias del PSOE ha devuelto las ilusiones a la izquierda. La política está de nuevo en las conversaciones y las llamadas telefónicas de amigos y conocidos expresan una mezcla de satisfacción y curiosidad. La gente de izquierdas tiene necesidad de pensar que es posible liberar a la política del secuestro burocrático que ha sufrido durante los años de la normalización democrática. Que un hombre solo (cuando decidió lanzarse a la piscina, Borrell no tenía otro equipo que un par de fieles colaboradores) gane a la plana mayor de un gran partido político es motivo para que vuelvan a mirar hacia el escenario político viejos militantes y simpatizantes, gentes de sensibilidad de izquierdas e incluso jóvenes hastiados de la insolencia, que hacía tiempo que llevaban resignadamente una callada -demasiado callada- frustración. Las decepciones habían contagiado sus voluntades del pesimismo de la razón; cuando vieron que Borrell emprendía su desafío, dieron por supuesto que nunca podría ganar. La sorpresa fue grande, y de ahí esta noche de esperanzas recobradas en este amplio territorio que es la izquierda sentimental no orgánica, gentes que siguen pensando que la palabra emancipación todavía significa algo y que siguen creyendo que por mucho que la ideología dominante insista, derecha e izquierda no son o, por lo menos, no deberían ser la misma cosa. Desde Weber sabemos que la burocracia es a la vez un factor imprescindible y una cruz del Estado moderno y sus instituciones. Pero precisamente por ello, no hay que darle tregua. La única manera de hacer esta cruz más llevadera es señalar con el dedo para que salgan a la luz componendas y disparates. Hay en la izquierda (y no sólo en la catalana y en la española) un doble hartazgo: de tanto abuso de los poderes económicos, a menudo con la complicidad de los partidos de izquierda, durante la última década, y de tanta renuncia de la izquierda oficial, cerrada en un estilo opaco que entiende la política como un juego de componendas y equilibrios entre equipos de profesionales. El peso de este doble rechazo se ha expresado ya en Inglaterra, en Francia, en Italia e incluso en Alemania, y se empieza a expresar en España. En España, donde la democracia se construyó hace sólo veinte años, la izquierda pasó de la resistencia al poder casi sin solución de continuidad y ha habido mucho comportamiento de nuevo rico. El descubrimiento del poder hizo que se adoptaran modos y maneras, mimetizados de los modelos más conservadores, que serían ridículos si no fueran patéticos. Resabiados profesionales, que miran por encima del hombro a quien tiene la impertinencia de hablar de ideas, han descubierto la politiquería como horizonte de su existencia. Aseguran que controlan el partido porque toda la gente clave está a sueldo, hacen del secreto (secretos a voces muchas veces) y de la presunta influencia ante gentes poderosas su fuerza, y se ríen de quienes, ingenuos, apelan a la democracia interna y a una mayor transparencia en las reglas del juego. Desde esta concepción de la política que no reconoce otro criterio de evaluación que las cuotas personales de poder, el coraje de Almunia de haber puesto en juego un cargo que era suyo les parece una ingenuidad y una tontería, son incapaces de reconocer la dignidad del secretario general porque les deja en evidencia. Me recuerdan a esos ex progresistas convertidos en ejecutivos que te dicen (sin ningún rubor, porque hace tiempo que cambiaron el sentido del ridículo por un despacho con secretaria) que un hombre es una persona madura en el momento en que ha despedido al primer trabajador. Contra esta estupidez, la gente de izquierdas ha encontrado en las primarias cierta ilusión perdida. El poder de la estupidez puede que haga quebrar pronto esta ilusión. Los militantes del socialismo catalán han demostrado, como sus compañeros de las otras comunidades españolas, que van varios pasos por delante de sus dirigentes en la voluntad de renovación del partido. Durante los últimos años la militancia socialista ha tenido que tragar mucho, sin recibir de sus dirigentes las explicaciones que ella, como el conjunto de la ciudadanía, merecía. Las frustraciones acumuladas se han expresado con esta catarsis. Era una catarsis aplazada desde el congreso de la renuncia de Felipe González. Por fin ha tenido lugar: el PSOE está en condiciones de volver a empezar, siempre y cuando sus dirigentes estén a la altura de las circunstancias y las venganzas burocráticas no hagan descarrilar el tren. La lección más importante es que hay una manera de hacer política que no gusta a los militantes. Y esta lección vale para los socialistas y vale para los otros partidos, que pueden hacer el ridículo ahora cerrando filas en sus estructuras orgánicas, después de haber visto el precio que ha pagado Joaquín Almunia por entender que era necesario cambiar el estilo, devolver la dignidad a la política. En el caso específico del socialismo catalán, el apoyo abrumador a Borrell, además de dejar en evidentes dificultades, por mucha habilidad que se tenga en el ejercicio del tancredismo, a quienes no quisieron entender por quién doblaban las campanas en el último congreso del PSOE, demuestra que los militantes tienen una percepción distinta de la que tiene el discurso oficial sobre el espacio de lo posible en la política catalana. Dado que la obsesión contumaz por ir a desafiar a Pujol en su terreno se ha traducido en un encadenamiento de derrotas merecedor de figurar en el Guinness de los fracasos de las oposiciones europeas, tampoco sería disparatado ampliar algo el espacio de las propias referencias. Después de estas primarias hay un líder ampliamente legitimado en el PSC que no pertenece al pacto de familias que tradicionalmente han controlado el partido. Se hace ahora imprescindible que en un plazo breve unas primarias den legitimidad a un candidato a la presidencia de la Generalitat. Un partido puede escoger un candidato, pero un candidato no puede hacer un partido a su medida. La imagen de Maragall como personalidad que va por libre y que tiene manifiestas alergias a la burocracia, probablemente despertaría ilusiones parecidas a las que ha generado Borrell. Pero Maragall debe tomar una decisión ya y buscar entre los militantes la legitimidad que complete el liderazgo socialista catalán pasando por las urnas y no por las componendas entre las burocracias partidarias. Los líderes no deben ser rehenes de ninguna burocracia, y en materia de liderazgo, los militantes y los electores tienen la palabra. Las burocracias partidarias han de perder el miedo a las urnas, aunque sea a costa de debilitar su poder. Los que hacen funcionar las maquinarias de los partidos tienen que estar al servicio de la militancia y de los proyectos políticos. Hay que acabar con los partidos creados a imagen y semejanza de las divinas burocracias, porque, como se ha demostrado ahora, son una ficción.

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