Del euro y de la infancia
PEDRO UGARTE Los seres humanos del siglo XX estamos acostumbrados al vértigo de las mutaciones. La perplejidad ante la informática es ya asunto de mentes no evolucionadas y los discos de vinilo tienen ahora ese mismo aroma polvoriento de aquellos viejos gramófonos que uno encontraba en los desvanes de las casas familiares. Estamos acostumbrados a disentir del Papa, incluso a levantar la voz ante el Gobierno (costumbre inédita, por estos lares, con excepción de brevísimos periodos históricos). La revolución ha llegado hasta el punto de que uno puede reafirmar su condición de izquierdista, o incluso proclamar, con la misma petulancia, su insobornable fe conservadora. Somos, en definitiva, gente de nuestro tiempo, cosa en la que por otra parte no existe ningún mérito, habida cuenta de que no ha habido un solo ser humano, desde el paleolítico, que no haya sido rigurosamente contemporáneo. Admirable nuestra adaptabilidad a los nuevos tiempos, al embrujo del correo electrónico, las plataformas digitales y los cajeros automáticos. Inmunes a la conmoción transformadora, sólo hay un perímetro hogareño donde seguimos siendo débiles, y cuando alguien viola esa íntima patria sí hay algo que se quebrante. Identifico al euro con estos temores: una parte de nuestra memoria se borrará con las nuevas monedas. Mi padre (tantos padres) hablaban de perras gordas y chicas con una naturalidad que nunca comprendimos. Eran medidas de otro tiempo. Uno experimentó luego la interminable inflación de la peseta: de ser algo valioso pasó a convertirse en una misérrima chincheta cuya presencia sobre la acera no merecía ya la flexión de una rodilla. Ahora comprobamos, con cierta melancolía, que la peseta (y no sólo la moneda, sino el concepto y, con los años, la palabra, la humilde y chistosa palabra) pasará a transformarse en una pieza de museo. El euro va a momificar una parte de nuestra vida. Llegarán generaciones que no entenderán nuestro lenguaje, jóvenes petulantes para los que estas medidas serán el rastro de una sociedad remota y atrasada. La peseta, convertida de pronto en algo anacrónico y vetusto como un maravedí. Para colmo, el fenómeno coincide con el fin de milenio. Es un hecho dramático convertirse de pronto en el último testimonio biológico de todo un milenio, mientras los años del 2000 corren por delante. El euro, para los que ya perdimos la flexibilidad de la adolescencia, tendrá una medida rara, un valor confuso que exigirá de la aritmética durante largos años. Seremos la reliquia de otro tiempo (algo aún más grave, la reliquia de todo un milenio extinto) y nuestro cerebro mantendrá rémoras inconfesables, como ocurría en aquellas antiguas películas francesas, en que los personajes hablaban de francos nuevos y francos viejos, expuestos como ahora a un radical cambio de página. A uno no le importan los ordenadores, ni los nuevos modelos sexuales, ni la ingeniería genética o financiera. A uno le importa que le arrebaten las palabras, las íntimas palabras de su infancia, y con ellas los hábitos secretos: por ejemplo, aquellas malditas y entrañables pesetas que uno cargaba en el bolsillo. Vendrán nuevas generaciones que hablarán en euros con naturalidad, y a nosotros nos parecerá gente muy redicha. Vendrán generaciones, sí, que sabrán de las pesetas por los libros. Se agotan las pesetas y con ellas se agota una parte de nosotros. Un día entraré a una tienda y pediré algo en euros. Será como contar un chiste, pero habrá en ello también algo trágico: la conciencia de que un tiempo distinto al nuestro ha empezado ya a imponerse, y que ese tiempo proyecta arrinconarnos en la cacharrería de la historia, cada vez más desasidos del presente. El presente, por desgracia, siempre ha sido algo muy joven.
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