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Aborto

LUIS GARCÍA MONTERO El juicio que se está celebrando en Málaga por delitos de aborto decide la suerte de 34 acusados, humilla a un grupo de mujeres, pero sienta en el banquillo a la sociedad española. El aborto, como España, ya no es un tema de principios morales, sino de cifras, un asunto que tendrán que resolver las calculadoras, los economistas que estudien y programen el futuro del país, el número de contribuyentes que hacen falta para que el Estado pueda seguir jugando con la salud de los presupuestos y para que las grandes superficies mantengan viva la alegría familiar de su clientela. No hay aquí otra sanidad que la del dinero. Es cierto que la llegada al poder del PP ha abierto el baúl de los recuerdos y que están envalentonados los antiguos acusadores, las gentes empeñadas en ver el mundo bajo la luz penumbrosa de las sacristías. Pero también es verdad que la ley que ahora se utiliza parar juzgar a estas mujeres no la aprobó el PP, sino el PSOE, un partido que no quiso dar soluciones definitivas a este debate humillante en sus largos, larguísimos, años de gobierno. Habrá quien considere significativa la tozudez mental de los que siguen esforzándose en dirigir las decisiones íntimas de los demás. El informe forense manejado en el juicio se ha tenido que anular al comprobarse que el perito es el mismo incansable militante de Pro Vida que levantó en armas al vecindario de la clínica para procurar su cierre. El problema es que a este depredador de la conciencia ajena le asiste la ley, y por eso yo considero también significativo que muchas de las mujeres políticas que ahora se solidarizan con las víctimas militen en un partido que mantuvo las injusticias y las sombras de la legalidad. El cuerpo resulta hoy un ámbito seguro para el mercado. La comercialización de los cuerpos no sólo actúa en la prostitución o en las películas pornográficas, sino también en los desfiles de moda, en la frivolización de los hábitos sexuales, en el desparpajo con el que un honrado matrimonio cuenta públicamente sus perversiones en los programas de la telebasura y en la razón última que impide solucionar deudas morales como la del aborto. Malos tiempos para la lírica y para la interrupción de los embarazos. Cuando el problema de nuestras sociedades era la superpoblación, los políticos demócratas no dudaron en comprender el derecho de las mujeres a decidir sobre un aspecto tan importante en sus vidas. Pero las cosas han cambiado, la pirámide social se vuelve del revés, cada vez hay más pensionistas y menos jóvenes y los índices de natalidad sólo mantienen un ritmo seguro en los países subdesarrollados, que nos infectan con los ejércitos desbordantes de la emigración. Pensar ahora en el derecho de las españolas al aborto libre va contra los intereses de la economía y las calculadoras, los únicos intereses que se respetan en esta sociedad. No nos engañemos. Si los esforzados militantes de Pro Vida se salen con la suya y provocan juicios espectaculares, humillaciones reales de la dignidad humana, no es porque haya vuelto la luz penumbrosa de las sacristías. Se trata de que las calculadoras no permiten un símbolo contrario a su disciplina.

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