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En un lugar de la Mancha

Andrés Trapiello

"En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme..." es, como todo el mundo sabe, incluso aquellos que no la han leído, el principio de la más admirable e irrepetible novela que se haya escrito nunca. Lo paradójico, sin embargo, es que no hallaremos una obra más firme y cumplida con un comienzo más vacilante, vago y poco prometedor. De esa clase de ambigüedades y misteriosas omisiones está lleno El Quijote, lo que sin duda ha hecho de su historia la más concienzudamente editada, escrutada, estudiada e interpretada de toda nuestra literatura. Decía Chesterton que si Dios o san Juan pudieran leer los comentarios que se han hecho del Apocalipsis, les sobrevendría, de la risa, un cólico miserere, espantados de todos los monstruos y bestias que según los escoliastas y teólogos le habían echado encima a la cristiandad.

El Quijote, como un juego de espejos, en una perpetuación de la vida del hidalgo que enloqueció leyendo novelas de caballería, ha propiciado también muchos otros pequeños quijotes que se han desquiciado entre sus páginas, escudriñando lo que han creído significados ocultos, claves, venganzas de su autor contra éste o aquél, alusiones venenosas o taimadas, ocultaciones vergonzantes de su naturaleza turbia y otros mil pequeños asuntos, trascendentales o irrelevantes.

Hace unos treinta años, los críticos, académicos y profesores celebraron el centenario de la muerte de Velázquez con sendos tomos monumentales a los que se dio el título de Varia velazqueña. Había en ellos colaboraciones razonablemente serias, de quienes no olvidaban que el tema tratado allí era Velázquez, pero parece una constante de la humanidad que los hombres y las obras de genio convoquen a gentes de juicio descacharrado que con la mejor intención acometen la realidad por su lado más inverosímil. Entre los trabajos había uno singular en el que se analizaba el cuadro de Las hilanderas. Como se recordará, esta pintura se mostraba con un añadido de quienes creyeron mejorarla en el siglo XVIII cosiendo a la tela original otra en la que figuraba una de esas ventanas llamadas de ojo de buey. Sólo hace poco se ha sabido que ésta no estaba pintada por Velázquez, pero entonces este pormenor se ignoraba. No obstante, aquel estudioso centró precisamente su ensayo en el ojo de buey, que encontraba lo más importante de la composición, tesis que probaba con una serie de gráficos y alambicadas triangulaciones que probaban de manera irrefutable el canon aúlico que Velázquez había seguido para pintar un cuadro tan engañosamente sencillo.

El Quijote, y por extensión la vida del propio Cervantes, de la que apenas conocemos una docena de hechos, y éstos tampoco demasiado significativos para que nos alumbren sobre su personalidad, se han prestado de antiguo a interpretaciones igualmente demenciales, unas veces con algún fundamento y otras con escaso o ninguno. Cada época ha proyectado en ese libro sus propios y acuciantes problemas y, así, por ejemplo, hemos hecho sucesivamente a Cervantes judío u homosexual, basados en razonables indicios, cuestiones de todo punto irrelevantes, por lo demás.

A menudo las disputas entre los partidarios y detractores de cada una de esas doctrinas han sido enconadas y les ha llevado a sus protagonistas a actitudes poco cervantinas, en verdad, guerras entre departamentos universitarios, conjuras de filólogos y cervantistas, zancadillas o puñaladas traperas en oscuros congresos de remotas ciudades... Lo más misterioso de todo es que a veces ni siquiera estaban en juego interpretaciones de carácter humanístico o literario, como en los casos de Unamuno, Ortega y Gasset o Américo Castro, sino la tilde de una letra, una coma mal puesta o el nombre del primo del tabernero con cuya mujer el autor de Cervantes tuvo una hija, cuestión que llegan a creer primordial para el sentido del libro, sólo por el calibre de los insultos que han podido cruzarse de uno a otro bando.

Así, cada generación ha creído que su lectura de El Quijote era, si no única, sí la más aguda e inteligente, pero siguiendo los trabajos de muchos de estos estudiosos, tiene uno la sensación de que lo que menos ha importado para llevarlos a cabo ha sido precisamente El Quijote ni lo que ese libro puede representar para la realidad y para la vida, y que todo es ya como una cuestión abstracta y especulativa, de imprevisibles y apocalípticos resultados. Podría escribirse, creo, un buen relato chestertonlano en el que Don Quijote se enfrentara a todas las cosas que se han dicho de él, o bien en el que Cervantes hiciese frente a las enormidades que sus biógrafos dieron por irrebatibles o probables a lo largo de la historia.

Es cierto que buena parte de lo que conocemos hoy de El Quijote o de su autor no habría llegado a nuestras manos sin la dedicación de muchos que honestamente se entregaron a la penosa tarea de desbrozarnos el camino, pero no lo es menos que también puede uno leer El Quijote sin haber leído una sola línea sobre él. Ésa es su grandeza. Celebramos estos días la aparición de una nueva y monumental edición de El Quijote, de la que sus responsables se enorgullecen con justicia. Pero no debemos olvidar las palabras de Manuel Azaña en su Cervantes y la invención del Quijote, uno de los dos o tres textos más importantes escritos nunca sobre ese libro, ausente por cierto de la babélica bibliografía que esta edición adjunta, cuando afirmaba que lo que le interesaba de El Quijote eran "unas formas de vida no expresadas antes por nadie". Esa palabra, vida, ha de mantenernos a todos alejados o a prudencial distancia de las triangulaciones. Por fortuna, y pese al esfuerzo en contrario de muchos, que han llegado a pensar, en el colmo de la vanidad, que El Quijote no sería lo que es sin su trabajo, El Quijote sigue siendo ese lugar en el que cada uno de nosotros cree hallar solaz y respuesta a nuestras más íntimas tribulaciones, y no porque nos saque de la vida, sino porque nos devuelve a ella y a ella nos liga o religa, como un texto sagrado, ya que Dios, de existir, existiría siempre antes que sus sacerdotes, por muy santos que estos sean.

Ándrés Trapiello es escritor

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