Delatores
JOSEP TORRENT En la escuela no existía ser más vil, rastrero y miserable que el chivato. Por regla general se trataba de un compañero mediocre, resentido y mala sombra que trataba de encubrir sus múltiples carencias con sus insidias, rumores y maledicencias. El pelota número uno se sabía despreciado por la inmensa mayoría de sus colegas de aula, pero también era consciente de que sus cabildeos acababan por proporcionarle el favor de los poderosos profesores, siempre prestos a echarle una mano para disimular su mediocridad estudiantil. En la escuela, la cercanía del chivato recortaba la libertad de todos los demás. No se podía hablar, ni opinar ante su presencia. El miedo generaba el silencio y el silencio la nada. El delator -aún no lo sabíamos- era el instrumento del terror de una dictadura profesoral que dividía al alumnado entre afectos y desafectos, dóciles o rebeldes. Más adelante, la madurez, personal y social, nos trasladó a una venturosa etapa democrática en la que los soplones desaparecieron como por ensalmo. La libertad es el mejor antídoto para estos acusicas que sólo son capaces de medrar en el miedo. Desgraciadamente corren malos tiempos para la libertad. Un gobierno débil, sustentado por un partido aún más débil, es presa fácil de los nuevos inquisidores mediáticos que se levantan cada mañana con el dedo señalando éste, ése, aquél son judíos, rojos, homosexuales o árabes. Y el poder político, pusilánime, asume casi con gusto su papel de verdugo, convirtiendo su endeblez en fortaleza ante los débiles. Malos tiempos estos en los que gobiernos legítima y democráticamente constituidos ceden ante las exigencias de una dictadura demoscópica que se ampara -terrible paradoja- en la libertad de expresión para llevar a cabo sus particulares venganzas. En la escuela, al menos, todos sabíamos que el chivato era un mediocre incapaz, pero también sabíamos quiénes mandaban de verdad. Hoy -en eso no han cambiado- los delatores siguen siendo mediocres y miserables, es el poder el que se difumina. Pues bien, frente a los soplones, como Quevedo: "No he de callar por más que...".
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