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FERIA DE ABRIL

Con nocturnidad y alevosía

La frase no es precisamente académica, pero la repetía con los apagados tonos del sufrimiento a duras penas contenido buena parte del público al abandonar la Maestranza: "Nos la han metido doblada". Doblada o acaso triplicada. Dependía del espíritu de sacrificio de cada cual. Y, además, con nocturnidad y alevosía. Las corridas de la Feria de Abril solían acabar cerca de las nueve pero ésta acabó cerca de las diez. Vamos progresando. Los focos encendidos, el cielo cubierto, los toros hechos fosfatina, los toreros sin ideas, la tauromaquia corrompida: eso sucedió en las horas interminables de esta descabellada función.

La verdad es que no todo fue función porque la corrida empezó con casi una hora de retraso Había llovido fuerte, el ruedo estaba embarrado y resolvieron acondicionarlo. Lo hicieron al estilo empresa de la Maestranza, que se caracteriza por la incompetencia, por la chapuza y por la desconsideración.

Pereda / Luguillano, Cordobés,Puerto Toros de José Luis Pereda (uno devuelto por inválido) y 4º sobrero de Gavira, desiguales de presencia, escaso trapío, flojos y descastados

Los anunciados de Gabriel Rojas fueron rechazados en el reconocimiento. David Luguillano: estocada corta desprendida; se le perdonó un aviso (ovación y salida al tercio); pinchazo y estocada (ovación y salida al tercio). El Cordobés: pinchazo -aviso con dos minutos de retraso-, pinchazo bajísimo y estocada caída (silencio); estocada caída y rueda de peones (palmas y saluda). Víctor Puerto: dos pinchazos, otro hondo caído, rueda de peones y dos descabellos (silencio); estocada ladeada (ovación y saludos). Plaza de la Maestranza, 22 de abril. 5 a corrida de feria. Dos tercios de entrada.

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Avanzó al embarrado redondel un equipo de unos diez hombres provistos de rastrillos y se lo tomaron con calma. De cuando en cuando aparecía otro con una carretilla, vertía el montoncito de albero que llevaba en ella y los otros lo esparcían con delicadeza. A veces sólo era uno el que trabajaba y ése rastrillaba con tanta pulcritud como si estuviera pintando La rendición de Breda.

Los artistas, ya se sabe, son muy suyos.

Ya había pasado de sobra la hora señalada para el comienzo de la corrida, que era las seis y media de la tarde, cuando un empleado recorrió el callejón mostrando una pizarra en la que habían escrito a tiza con trazos desvaídos que se retrasaba 30 minutos el comienzo de la función. Se hicieron cálculos desde el tendido y cruzados los datos sobre la cantidad de albero que acarreaba uno y el tiempo que tardaban en esparcirlo otros, se dedujo que nos iban a dar las uvas.

Hubo que corregir luego la previsión pues llegó un volquete que aportaba mayor cantidad de albero. No mucho, -sin embargo, pues lo derramaba siempre en el mismo sitio, de manera que mientras un cuarto escaso de ruedo aparecía ya mullido y enjuto, el resto continuaba hecho un barrizal. De nuevo exhibieron la pizarra, avisando que el comienzo de la corrida se retrasaba quince minutos, y tampoco fue verdad: pasó otra media hora.

Y sonó el clarín. Y dio comienzo la función. Y pudo apreciarse que la función no había quien la aguantara. Salían flojuchos y descastados los toros, los toreros se movían despacito, los tercios transcurrían interminables sin argumento de ningún tipo que los dotara de un mínimo interés, salvo las tropelías de ciertos picadores que perpetraban carnicerías con los descastados e inválidos toros, desde lo alto del percherón.

A uno de los toros lo devolvieron al corral, porque la gente ya estaba harta, y a dos más que también protestó la gente no los devolvieron porque el presidente formaba parte de la alevosa cha puza. En realidad casi se agradeció que el presidente no devolviera más toros pues en la Maestranza la devolución de un toro plantea inquietantes incógnitas. Cuando en la Maestranza de vuelven un toro sacan unos cabestros que sólo sirven para soltar las tripas y poner perdido el ruedo de inmenso cagallón. Los toreros estuvieron voluntariosos intentando la misión imposible de sacar partido al descastado género bovino, cuya representación en la arena se daba al sano ejercicio de hacer fu. Los mal llamados toros, hierro José Luis Pereda, no tenían gana de embestir sino de escapar al abrigo de las tablas, o al oloroso amor de los chiqueros.

Luguillano ejecutó unas verónicas pintureras, ligó muy bien tres derechazos, al primero y el resto de su labor se redujo a las frustradas intentonas. Tumbó al cuarto de un espadazo echándose descaradamente fuera y le ovacionaron. El Cordobés toreaba con los trucos de perder pasos, descargar la suerte, meter pico, pero como se le veía animoso, le aplaudieron también. Víctor Puerto se enfrentó valiente y clásico con sus mulos, y no lograba sacarles partido. Claro: Víctor Puerto es torero, no mulero. De noche cerrada acabó con su toro y con la insoportable función; con esa alevosa afrenta que una empresa desconsiderada, unos morucheros impresentables y una autoridad incompetente les hicieron a la afición sevillana, al respetable historial del coso y al honor de la fiesta verdadera.

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