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Tribuna:EDUCACIÓN
Tribuna
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Perpleja Universidad

Los autores destacan la inmovilidad, la falta de expectativas de los profesores, el colapso de las plantillas y la forma de gobernar la Universidad entre los principales problemas que la aquejan

La Universidad española de 1998 está ya muy lejos de la de los comienzos de la democracia: aquel conjunto de parcelas estrictamente vigiladas a las que comenzaban a entrar en masa profesores y alumnos. No es tampoco el sistema ordenado de centros armónicos y bien diferenciados que se nos prometía como consecuencia necesaria de la autonomía universitaria y de los órganos de gobierno ampliamente democráticos introducidos por la ley de reforma de 1984. Pese a la evidente modernización, el clima general es de llamativa desarticulación de las relaciones entre sus miembros y sus organismos, de desasosiego, de soterrado y más o menos pasivo rechazo de muchas cosas. Los procesos electorales universitarios suelen condensar simbólicamente este clima, y el reciente claustro electoral de la Universidad Autónoma de Madrid no ha sido una excepción. Al contrario. En él se han hecho patentes ciertos elementos que en buena medida ilustran los de nuestro diagnóstico: el rechazo fuerte de lo que hay sin que se haya configurado, en cambio, una alternativa a ello; la renuencia de los grupos burocratizados en la gestión universitaria a reconocer que, en efecto, se está solicitando un cambio; la distancia entre gestores y gestionados; la utilización de caracterizaciones maniqueas para deslegitimar al contrario; la adopción, en suma, de las formas de la política general como formas de política universitaria.

Entre los muchos problemas actuales de esta antigua institución (la masificación, la relación docencia-investigación, la falta de movilidad estudiantil y profesoral, el envejecimiento y falta de expectativas de los docentes, unido a un colapso de plantillas, entre los más conspicuos) no es menor, pues, el de la forma y el estilo de gobernarla.

Si la perplejidad es una actitud que hace sabias a las personas, muchos universitarios nadamos en estos tiempos en un auténtico océano de sabiduría. En la Universidad parece haber una sequía de propuestas reformadoras específicas y arriesgadas, de verdaderas campañas en el sentido que Rorty da al término, y de ahí que en la formulación de propuestas nos movamos generalmente entre el populismo y el posibilismo; entre las grandes promesas de corte sindicalizado para la obtención de más votos, y (una vez conseguida la victoria) la reiteración de que sólo se puede hacer lo que se hace, sólo se puede negociar lo que se negocia, sólo se puede reclamar lo que se nos va a dar. Ha sido frecuente en acontecimientos electorales universitarios el candidato único, a veces, el príncipe hereditario, aquel que, como decía el clarividente florentino, «no tiene más que contemporizar con los acontecimientos». Característicos son también los actos electorales planteados como verdaderos plebiscitos que harían de la victoria una patente de corso, y de la derrota, o un simple voto de castigo (según el derrotado) o una forma de rechazar el pasado sin tener alternativa frente a él.

Un análisis de la situación parece indicar que, frente a un cierto apocamiento y a una cierta desgana de una parte de la universidad, se ha erigido la arrogancia de otra que ha producido una política supuestamente irrefutable, incontestable, que ha hecho emerger toda una nomenclatura de gobierno de la Universidad. Como en el resto de la sociedad, ha surgido una especie de pensamiento único universitario, lo que se ha traducido en la creación de esos grupos que administran muchas universidades desde hace mucho tiempo, con efectos de contagio, además, a otros niveles de la gestión académica. La vida universitaria, que en principio debe fomentar el diálogo, la crítica y el riesgo, se convierte en estanca y conservadora. Falta política en la Universidad, verdadera política.

¿Por qué unos mecanismos de inspiración reformadora como los de la LRU y los reglamentos de las universidades han producido efectos tan inesperados y distorsionantes? ¿Por qué la posibilidad de selección autónoma ha llevado a la endogamia; los mecanismos democráticos, a prácticas demagógicas para la captación de aliados fieles, y el espíritu reglamentista (de suyo perverso), a la burocracia agobiante? Hay una primera respuesta a esa búsqueda de razones en el hecho de que los hábitos en la forma de ejercer el poder, la manera de tomar acuerdos y de considerarse a uno mismo y a los otros, la cultura política, en suma, no son aspectos del funcionamiento institucional que puedan regularse sólo legislativamente, ni que se cambien de un día para otro. En segundo lugar, los mecanismos y el propio proceso de la reforma universitaria española han sido tremendamente contradictorios. Ciertamente, un sistema funcionarial de profesorado, y, por tanto, rígido (que recrea cíclicamente las mismas bolsas de profesorado inestable y escandalosamente mal retribuido), junto a unas titulaciones superespecíficas son inadecuados para un mundo que requiere profesionales dotados de versatilidad. De manera similar, la aspiración a una Universidad moderna regulada por la aspiración de cooptar a los mejores se ha visto fuertemente limitada por el surgimiento del localismo (la forma moderna del antiguo clientelismo) y el repliegue sobre los propios discípulos y conocidos, legitimados por la inestabilidad y baja retribución mencionadas. Como en la sala de El ángel exterminador, nadie puede salir de donde está y nadie sabe bien por qué no puede salir.

Por otra parte (en este rápido análisis), la masificación ha venido acompañada de territorialización, de dispersión geográfica de los centros universitarios y fuerte arraigo territorial de los nuevos. También aquí el diagnóstico es contradictorio. Pero lo que nos interesa resaltar, por lo que toca a la gestión universitaria, es la curiosa afición a la gestión urbanística y arquitectónica que se ha desplegado en los equipos de gobierno universitarios. Rectores hay que se comportan como verdaderos alcaldes. Y no les falta parte de razón porque en sus campus entran a diario decenas de miles de estudiantes que hay que acoger y, a veces, que alojar. De modo que en rectorados y gerencias se hacen políticas urbanísticas, de transporte, de circulación, de seguridad ciudadana y, sobre todo, se programan inversiones para edificios. Como en la vida urbana, parece que construir sea siempre sinónimo de buena política, y con tan poca inquietud por el continente como por el contenido. Todo eso estaría muy bien (salvo lo último) si no fuera porque todas estas decisiones, que son de gobierno urbano y de inversión arquitectónica y en equipamientos, se toman en órganos académicos, por gestores académicos y por representantes académicos. Otro factor que contribuye a la confusión y a la fragmentación de la vida universitaria. Si se quiere paliar el déficit de ciudad y de calidad de vida que suelen tener nuestros campus, convendría que se elaboraran por técnicos, y que se discutieran por todos, verdaderos programas de ordenación y de edificación, y entonces, y sólo entonces, se tomaran las decisiones.

Todo ello abona el terreno para la aparición de los profesionales de la gestión universitaria, y para el alejamiento de ésta de otros muchos universitarios, empeñados en sacar adelante esforzadamente investigación y docencia y decepcionados por un funcionamiento que muestra síntomas de asfixia democrática. Urge, creemos, recuperar el diálogo y plantear ideas para la Universidad. Se necesita que las autoridades académicas tengan modelos de Universidad. Urge que la Universidad recupere la política, repetimos, la verdadera política universitaria. Son muchos los cambios que tiene que afrontar como para que esté tan desprovista de ella.

Violeta Demonte, Josefina Gómez Mendoza y Javier Ordóñez son profesores de la Universidad Autónoma de Madrid.

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