El dilema de las primarias.
Si el Palacio de la Moncloa no fuese una fortaleza que aísla por completo del exterior, su actual inquilino hace tiempo que hubiera notado que no lograba una aprobación mayoritaria, pese a los arrestos que había echado en política autonómica y la prudencia demostrada en materia económica, en buena parte por el desconcierto y ulterior desengaño que había provocado el que las promesas de "regeneración democrática" quedaran en agua de borrajas. Hace dos años hubiera parecido quimérico que el PSOE, tras largos años de gobierno, no sólo desmovilizador de cualquier forma de presencia participativa de los ciudadanos, sino que incluso sin el menor pudor a la hora de saltarse a la torera hasta las normas más elementales del Estado de derecho, pudiera recuperar la iniciativa en un campo tan sensible como es la ampliación de los canales de participación ciudadana.La expectación que han levantado las primarias confirma que la democratización de las instituciones, en primer lugar de los partidos y de los parlamentos, es cuestión que importa, y mucho, a la ciudadanía. Que haya quedado de manifiesto es ya el primer fruto de la convocatoria. Así como los empresarios elogian de continuo las virtudes del mercado y, sin embargo, su primera preocupación es refugiarse en un nicho en el que incida poco o nada, los políticos también se llenan la boca permanentemente con la palabra democracia y su labor principal consiste en democracia vigilarla, cercenarla, de modo que no llegue a barrerlos, junto con los intereses particulares que defienden. La vida política consiste en un continuo vaivén entre vivificación democrática -sin acequias de regadío no hay cosecha- y dominio de las inundaciones, construyendo por doquier presas y diques.
Veinte años de puesta en marcha de las instituciones democráticas con controles a todos los niveles para impedir desbordamientos -respuesta. comprensible al síndrome de guerra civil que ha marcado con su impronta esta segunda restauración- han terminado por agostarla con peligro evidente de desertización. Revivificar las instituciones era la tarea señalada por el mismo Aznar para esta "segunda transición"; pero que el actual Gobierno la haya eliminado de su horizonte no quiere decir que haya dejado de ser necesaria. Tres son las reformas que, antes o después, habrá que emprender, si no queremos que se hunda el invento: democratización interna de los partidos, compensando con medidas como las primarias las tendencias oligárquicas que los caracterizan; agilizar el Parlamento, dando mayor juego a los diputados, lo que supone debilitar el poder omnímodo de los portavoces; y, tercero, enfocar una nueva ley electoral, que se aproxime más al criterio de una persona, un voto con el mismo peso específico, sin las diferencias enormes a favor del que vota en una provincia con pocos habitantes frente al que lo hace en Madrid o Barcelona, a la vez que una mejor conexión entre representante electo y distrito que representa, lo que a la postre implica también suprimir como distrito electoral a la provincia, por' tantas razones obsoleta en un Estado de las autonomías, reforma que, al precisar enmendar la Constitución, ni siquiera se divisa en el horizonte. Carácter primordial de la democracia es su capacidad de empujar una permanente renovación, que es lo que a la larga impide que se, consuma en estructuras oligárquicas que hayan eliminado de su interior toda savia liberadora.
Encuadrar las primarias en el contexto descrito permite plantear con algún rigor la cuestión básica subyacente sobre si acaso constituyen el inicio de un proceso mucho más amplio de renovación y dignificación de las instituciones democráticas, proceso todavía apenas diseñado en la conciencia ciudadana y sistemáticamente negado por la clase política. Según lo que ocurra el próximo 24 de abril podremos hablar del comienzo de una nueva fase, o de una nueva frustración que remache la que ha producido el PP, al negarse en el poder a poner en marcha la que llamó "regeneración dernocrática".
Desde este enfoque no tiene demasiado sentido especular sobre la valía personal de los candidatos o tratar de dilucidar quién podría resultar el mejor presidente. Después de haber padecido durante tantos años una personalidad tan carismática como el anterior presidente y de haber quedado en estos dos últimos años reconfortado por el buen hacer de alguien tan poco carismático como el actual, uno no sería neutral y se inclinaría por el candidato más gris y tal vez más sólido. Pero para llegar al Gobierno es preciso ganar antes las elecciones, y para ello se necesita un cierto atractivo, y lo que se debate ahora no es quién sería el mejor presidente, sino quién cuenta con mayores probabilidades de ganar las próximas elecciones. Cierto que el mejor candidato no tiene que ser forzosamente el mejor presidente; y únicamente se sabe quién es un buen presidente al cabo de unos años de ejercer el cargo. Ahora bien, con los datos de que disponemos cabe estimar, con mayor o menor acierto, el tirón electoral de cada uno de los candidatos; y, a este respecto, sería negarse a la evidencia si no se apuesta por Borrell.
Lo curioso, y es un detalle que nos revela el fondo del actual debate, es que el aparato prefiera perder las próximas elecciones, manteniendo su posición en el control del partido -algunos de los más acérrimos defensores de Almunia ya cuentan con presentar su candidatura después de la derrota prevista-, a ganarlas al precio de correr el riesgo de ser desplazado de sus actuales posiciones. Aquí yace el meollo de la contienda: hay un candidato oficial, elegido desde arriba, que, sean cuales fueren sus méritos, aparece como rehén de las estructuras de poder establecidas desde Suresnes, y otro, que se ha lanzado a la piscina, aparentemente sin agua, y que por mucho. que se ,esfuerce en dar la impresión de que pertenece a la familia, nadie, ni fuera ni dentro del partido, duda de que de resultar vencedor, por su propia dinámica, supondría una renovación personal e ideológica, a la vez que en amplias capas sociales despertaría una nueva confianza en las virtudes de la democracia que, cuando se juega limpio, sabe despejar el campo y llevar a término los remozamientos precisos. El dilema de las primarias es, por tanto, permanencia de las estructuras de poder establecidas, o giro democrático desde abajo.
Si las primarias, contra todo pronóstico, dieran la vuelta a la estructura de poder de un gran partido nacional, se robustecería en todos los partidos la participa ción de las bases en las cuestiones esenciales, a la vez que se di fundiría una nueva esperanza en el electorado, y hasta puede que, dando sus tumbos y salvando no pocas dificultades, a mediano plazo se, avanzase en el proceso de "regeneración democrática". Si, en cambio, ganase el candidato que se espera en virtud del poder de los aparatos, el PP gritaría aún con más fuerza su diagnóstico inicial de tongo, tongo, haciendo caer una ola de desprestigio sobre las primarias que ponen en cuestión su actual labor de construir de la nada un caudillo carismático. Y esa parte de la ciudadanía que ha vibrado con las primarias volvería al desánimo, convencida de que, sea cual fuere el método empleado, siempre salen los designados desde arriba. El aparato del PSOE, repuesto del susto, sacaría del escaparate al candidato que se atrevió a dar un paso tan amenaza dor para sus intereses, devolviéndolo al trastero de donde había salido, tal vez un poco más vigila do, conscientes de su peligrosidad. El triunfo esperado del secretario general dejaría las cosas en una normalidad sin sobresal tos, pero al menos habría servido para saber que el PSOE, lejos de ser un partido vertebrador de todos los pueblos de España, reproduce dinámicas muy diferentes según las distintas autonomías, con una tendencia letal a convertirse en el partido nacionalista de Andalucía. El 15 de mayo, al abrirse el juicio sobre los GAL, Almunia volverá a repetir que es tá convencido de la inocencia de Barrionuevo, y el PP aprovechará la coyuntura para tratar de destrozar el repentino prestigio que sus adversarios habían adquirido con las primarias.
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