Intolerancia
En este año cargado de efemérides, mientras los españoles recordamos la muerte de Felipe II, nuestros vecinos franceses conmemoran el cuarto centenario del edicto de Nantes. Una resolución de compromiso que, al propiciar la coexistencia pacífica entre católicos y hugonotes, puso fin a las guerras de religión en Francia y elevó a su artífice, Enrique IV, a la categoría de héroe en la memoria nacional. Lo cierto es que, ficciones aparte, sigue habiendo una considerable diferencia entre un monarca que anima a sus súbditos a dejar a un lado las diferencias confesionales entre ellos para comportarse como buenos franceses, y otro que proclama ante el Papa estar dispuesto a perder todos sus estados antes que permitir el triunfo de la herejía. Mito por mito, la leyenda del rey patriota y tolerante se nos antoja más sugestiva que la del campeón del catolicismo y martillo de herejes. Una historia a menudo dramática, llena de violencias y convulsiones, ha llevado en estos cuatro siglos a las sociedades europeas a la certeza de que el pluralismo ideológico y la libertad de los individuos constituyen conquistas irrenunciables de la civilización. El respeto a las reglas de juego de la democracia liberal no está, sin embargo, tan asentado para que aquí o allá no asome a menudo el rostro del fanatismo (y su compañera inseparable: la intolerancia). Un repaso a lo sucedido en nuestro país últimamente en relación con el asunto de las libertades en Euskadi basta para no hacerse demasiadas ilusiones al respecto. El pasado 13 de febrero, un grupo de ciudadanos vascos hacía público un manifiesto en el que se reprochaba a políticos e instituciones de esta comunidad autónoma su comportamiento ambiguo y claudicante frente al fascismo de ETA-HB. La respuesta del nacionalismo vasco (que rápidamente se dio por aludido), aun descontando su proverbial incapacidad para encajar las críticas, ha sorprendido a todos por su virulencia. En las últimas semanas hemos asistido a un espectáculo bochornoso: nacionalistas moderados e inmoderados unían sus fuerzas para acallar y denigrar a coro a quienes, desde el Foro Ermua, osaban levantar la voz para decir no. Los mismos que gastan guante de seda cuando se dirigen a los violentos, trataban como si fueran terroristas a simples disidentes desarmados. Un diputado peneuvista calificaba a los discrepantes de ratas españolas; otro de sus correligionarios intentaba vetar a Jon Juaristi, conocido miembro del Foro, en un programa literario de TVE. Entre tanto, desde la prensa nacionalista se lanzaban cotidianamente ataques furibundos contra los desafectados. En un diario de esa tendencia un tal Joseba Garrastatxu arremetía contra la tolerancia, concepto que estaría siendo utilizado "como arma de combate" contra la sacrosanta identidad nacional. Para el señor Garrastatxu todo pueblo "necesita de unos ciertos valores propios y compartidos", de modo que sería inaceptable una total pluralidad de valores particulares sin ninguna conexión". "Un vasco consecuente consigo mismo", concluía, debe ser "fiel a su identidad social" (La 'tolerancia' como arma de dominación, Deia, 1 de marzo de 1998). El acoso contra los jueces que no hablan vascuence y los pasquines intimidatorios contra políticos, profesores y periodistas vascos demócratas (¿infieles a su identidad colectiva?) permiten comprobar cuán fácilmente algunos sacan consecuencias prácticas de esa intolerancia doctrinal. Cualquier medio, incluso la amenaza velada y la coacción, sería legítimo cuando se trata de defender esos supuestos valores de la identidad frente a los apestados que se atreven a poner en cuestión el dogma nacional. Y llegado el caso, estos herederos de lo peor de la cultura teológico-política española de la Edad Moderna no dudan en apelar al brazo secular contra los nuevos herejes. Un análisis pausado de las páginas de opinión de la prensa vinculada al llamado nacionalismo democrático mostraría hasta qué punto desde sectores próximos al PNV se señalan posibles objetivos a ETA. Este endiablado mecanismo, en el que los guardianes de las esencias y nuevos inquisidores se complementan ad maiorem patriae gloriam está socavando el sistema democrático en el País Vasco. El entramado conceptual de los nacionalistas, que se transparenta en su vocabulario, es revelador de este delirante mundo al revés. Mientras el lehendakari Ardanza, en su plan de paz, calificaba de "disidencia cívicopolítica" al mundo de ETA-HB, los intelectuales orgánicos del PNV descalifican como intolerantes e intransigentes a quienes desde la sociedad civil nos oponemos a que se premie a los fascistas vascos con "incentivos políticos". No, señor Ardanza, no se confunda: los disidentes somos nosotros. ¿Será preciso recordar, a estas alturas, que lo que de verdad es intolerable es el atropello sistemático de las libertades y derechos más elementales en el País Vasco? ¿No es acaso evidente que el miedo envilece la democracia y coarta todo debate racional? Jugadores de ventaja, los nacionalistas utilizan en beneficio propio esta deliberada perversión del lenguaje. La confusión es tal que hay quien trata de hacer pasar por tolerancia la cesión política ante ETA, mientras desde las instituciones autonómicas (incluyendo los medios de titularidad pública) se desorienta a la ciudadanía presentando a los demócratas como intolerantes. "En una sociedad democrática", nos dejó escrito Tomás y Valiente, "el límite de la tolerancia es el Código Penal, donde se castigan no formas de pensar, de ser o de opinar, sino actos y opiniones dañosas, lesivas contra los derechos de los demás". Fuera de esos límites legales, añadimos nosotros, en principio todo está permitido. Incluso la discrepancia con esos valores colectivos que con el refuerzo de las metralletas, los caciques de la tribu han llegado a erigir en tabúes.
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