"Se hace igual un santo que un diablo o un desnudo femenino"
Antonio Fernández Dorrego, autor de miles de tallas, cree que las imágenes no son imprescindibles para rezar
Para Antonio Fernández Dorego, los santos son parte de la familia. "Como hijos", dice. Y la semana de Pasión le trae una emoción añadida, la de ver a sus vástagos en la calle.El santoral carece de secretos para este lucense de aspecto bíblico, radicado en Arganda del Rey. No es una cuestión de fervor, sino de oficio: escultor imaginero. A los 67 años, Antonio lleva tallados muchos cientos de Cristos (la pieza más demandada), Vírgenes, santos o beatos. Calcula que de su taller habrán salido ya unas 5.000 imágenes. "Cerca del 90% de los encargos que recibo son de arte religioso", detalla. Sus clientes predilectos son "las monjitas" ("lloran un poco, aunque no regatean, y son encantadoras; siempre quieren Vírgenes sonrientes"). Pero los más habituales son cofradías y hermandades.
-¿Hay que tener fe para dedicarse al arte sacro?
-Para hacer imágenes no es necesario un plus de creencias. El sentimiento místico puede ayudar, pero un ateo es capaz de dar sentido a una escultura religiosa.
-¿Da lo mismo hacer una santa Lucía, con los ojos en el plato, que esculpir un desnudo?
-No existe diferencia entre la escultura religiosa y la laica. Se hace igual un santo que un diablo o un desnudo femenino. A mí me gusta más el masculino porque es más rotundo.
Antonio defiende que en la anatomía se revela el escultor. Quizá por eso su santo predilecto es san Sebastián, un cuerpo musculoso asaeteado por las flechas del martirio. "En la imaginería religiosa hay poco margen para la originalidad, reconoce. De cualquier talla prefiere las manos, antes incluso que la cabeza: "Son lo más expresivo, tienen infinitas posiciones".
Las manos, por decenas, cuelgan de las paredes de su taller, alfombrado de serrín. También hay brazos y alguna cabeza suspendidos de los muros. No son exvotos. Tampoco se trata de un catálogo de tribulaciones, ni de un paraíso del descuartizamiento: son piezas ya hechas que encajarán en los cuerpos tallados.
"El primer paso para crear una imagen es modelarla en arcilla. Cuando está lista, se recubre con escayola, lo que se llama un molde perdido. Este molde se vuelve, a llenar de escayola, y luego se retira para que el modelo salga a la luz", explica Antonio.
Las ruidosas máquinas copiadoras se encargan del paso siguiente. Provistas de una fresa, y en medio de una lluvia de viruta, reproducen en madera el modelo de yeso bajo la atenta guía de un operario. Pueden hacer tantos ejemplares como se quiera, y en distintos tamaños. Después, las manos y la gubia recuperan el protagonismo: lijar, pulir, afinar. Y luego, estucar, bañar en pan de oro y policromar. El imaginero también realiza encargos para otros escultores que le llevan el modelo.
"La industrialización es buena. No se puede seguir trabajando como lo hacía san José. El valor del Quijote está en lo que narra Cervantes, no en que lo escribiera a mano", sentencia Fernández Dorrego.
Cuando él empezó, toda la tarea se hacía manualmente, pero el escultor se ha aliado con los adelantos técnicos. Su hijo Jesús, de 34 años, le secunda en el taller. "Hay pocos hijos que sigan en los oficios porque hay padres muy carcas que no se renuevan. Sus descendientes no quieren continuar con lo mismo porque no ven futuro", dice el padre.
A él la vocación no le vino de familia. De rapaz, Antonio se extasiaba en la parroquia de su aldea, Castro de Carballedo. "Miraba a los santos y me preguntaba cómo se hacía aquello". Primero talló un yugo para las vacas paternas, luego unos zuecos. Una beca de la Diputación de Lugo, los esfuerzos familiares y el dinerillo de sus primeros trabajos le permitieron estudiar Bellas Artes en la escuela de Madrid. Llegó una mañana de otoño de 1948, con dos cartillas de racionamiento bajo el brazo. Lo primero que avistó fue "un autobús de dos pisos". Luego se fue al cine, a ver Las aguas bajan turbias. "Y bajaron complicadillas algunos años más", hasta que logró vivir de su trabajo.
El amor a la madera marcó la trayectoria de este escultor. "Es que está viva, se mueve, se dilata. Esculpirla supone quitar y poner. Con la piedra no pasa eso, tiene la escultura dentro y hay que sacarla, como decía Miguel Angel". De la madera a la imaginería no hay más que un paso: el leño no vale para exhibirse en exteriores. Empezaron a proliferar los encargos sacros, en tilo, abedul o pino. Y no han parado: el taller tiene siete trabajadores. Una figura de tamaño natural cuesta a partir de un millón de pesetas, y un trono, cuatro. La Virgen es más cara si lleva niño.
Esta Semana Santa, muchas piezas de Fernández Dorrego salen en procesión, como en San Lorenzo de El Escorial. "Los pasos son escenas. Las imágenes deben tener movimiento y rastros de dolor", detalla el artista. Si el cliente quiere caras llorosas, él hace una muesca en la mejilla para colocar las lágrimas de vidrio.
"Se adora mucho a las imágenes. Me parece muy bien que la gente las rece, y no me planteo el que las haya hecho yo", dice el artista. Pero está convencido de algo: "Para rezar a un santo no hace falta una estatua".
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