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Desmayo del 98

Han discurrido treinta años y una generación bajo los puentes de la historia desde aquella riada juvenil que conmovió en Mayo del 68 los pontones del Sena, y no parece que nos hallemos al borde de otra crecida social como aquélla, que a punto estuvo de arramblar no sólo con los adoquines del Barrio Latino parisiense.Mayo del 68, aquella algarada estudiantil que devino en una casi segunda Revolución Francesa, ahora contra el ancien régime burgués y contra la ya traicionada revolución del proletariado, se produjo en un momento clave de nuestro siglo, que según algunos concluyó con esa efeméride. Efeméride augural abortada por las porras antidisturbios que golpearon sobre el desencanto prematuro de una generación que, más que no poder, no quiso llevar su revuelta hasta el final, hasta la dictadura del estudiantado, pues ya a la sazón era presa de desazón ante un modelo de utopía, el soviético, que había convertido en pesadilla autoritaria el sueño de liberación marxiano.

El final del decenio de los sesenta estuvo rodeado de momentos históricos terminales: los enanos vietnamitas estaban ya a punto de arrojar al mar al Gulliver yanqui, mientras parte de la juventud americana se echaba a los campus a quemar sus cartillas de alistamiento y hacer el amor y no la guerra; el guerrillero heroico y extemporáneo era asesinado en Bolivia de un tiro alevoso; otra primavera se agostaba, la de Praga, precursora de la también frustrada de socialismo en libertad Allende el océano... Y se habló entonces del final del sueño utópico, diezmado a porrazos aquí, a trancazos allí y manu militari más allá.

Pero la tensión dialéctica siguió haciendo girar la rueda de la historia, con el mantenido equilibrio cinético del terror atómico entre los dos grandes imperios ideológicos armados y ya al borde la guerra de las galaxias. El siglo no terminó, sino que siguió su curso hasta que otro hito marcó aparentemente un nuevo final de todo, incluso de la historia: la caída, dos decenios después, del muro de Berlín, símbolo de la colosal muerte súbita por implosión del Imperio del Este (hoy este del Imperio), víctima de su propio inmenso error: el paso del reino de la necesidad capitalista no al de la libertad comunista que soñaba Marx, sino al imperio de la necesidad sin libertad que propició Stalin.

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Después, ya se sabe, roto el sistema de equilibrio bipolar en la cuerda floja nuclear, comenzó la era monopolar, monopolizada por el Imperio del Oeste, bajo cuya égida, no obstante, la guerra antes fría estalló en cien guerras y mil escaramuzas calientes, como haciendo tardíamente realidad el anhelo del Che de que hubiese no uno sino cien Vietnam. Fue como si al levantarse la tapa de acero de la Pandora exprés se hubiera plagado el mundo de males mil hasta entonces reprimidos: se precipitaron las tensiones, los integrismos y odios nacionales, raciales, étnicos, tribales, religiosos, etcétera, a veces mezclados en cócteles explosivos, en los países del Este recién liberados del comunismo opresor, en el Africa mal liberada del colonialismo civilizador y en el mundo islámico recaído en e integrismo amenazador.

Otras tensiones, en cambio se suavizarían con la desactivación progresiva, por cansancio y desmoralización, de las guerrillas residuales, y el desmantelamiento, por orden de la CIA, de las dictaduras militares que las combatían , las provocaban al tiempo, especialmente en Latinoamérica.

Los últimos capítulos de esta tendencia histórica muestran una progresiva pacificación en el este del Imperio, caído en la molicie de la corrupción, y en el Extremo Oriente donde se gesta el nuevo peligro amarillo con pintas rojas representado por esa invasión de productos todo a cien, fabricados por una marabunta laboriosa que condena al paro a las cigarras imprevisoras del Occidente imperial. Aquí sí que se puede hablar propiamente de fin del siglo y del.milenio, y da como la sensación de que también de la historia a secas, con una general desactivación de la bomba de relojería de la dialéctica histórica y la instauración por los siglos de los siglos de la Pax Americana, sólo amenazada en algunas provincias arábigas y africanas.

Y pues que, después de Dios, Marx, la Revolución, la Utopía y el Hombre mismo, también la Historia ha muerto, se impone el todo vale y sálvese quien pueda en el naufragio general de las ideas, que nos invita a desahogarnos en las robinsonianas playas paradisiacas. del exilio anterior dorado y a dedicarnos al carpe diem en nuestros huertos volterianos.

Sólo una cosa perturba hoy esporádicamente nuestros estómagos satisfechos en esta siesta de Epulón europea en la que únicamente aspiramos, como el tullido del carrito desbocado en Lourdes, a quedarnos como estamos, Gloster cojitrancos de ideales, sin reino ni caballo: esas imágenes televisivas de niños famélicos de ojos desorbitados, que despiertan nuestros sentimientos humanitarios para con el Tercer Mundo (es cómodo amar al prójimo lejano: sólo detestamos al cercano) a la vez que adormecen por comparación nuestras reivindicaciones en el Primero.

Y aquí estamos, abotagados en nuestra pesada digestión consumista mientras el neoliberalismo, enfermedad senil del capitalismo, avanza ya sin enemigo frontal que lo contenga, como una plaga que impone el darwinismo socio-económico a ultranza, caiga quien caiga en la cuneta de la lucha por la supervivencia. Y esto, sin más oposición que los restos mortales y morales de la izquierda, ya no ofensiva, sino a la defensiva del Estado de bienestar conquistado en un siglo de luchas sociales y hoy amenazado por el renovado capitalismo salvaje. Sin enemigo, e incluso con aberrantes compañeros de viaje como el socialismo de mercado chino, el neoliberalismo impone la globalización de su pensamiento que consiste en la friedmanía obsesiva de hacer más ricos en los países pobres y más pobres en los países ricos, y en buscar como meta racial, por descarte de razas inferiores (parados, pensionistas, enfermos, inmigrantes y demás vagos y maleantes) al nuevo superhombre. Éste no es ya aquella bestia rubia nazi que diera de verla espanto al propio Hitler, sino el ejecutivo agresivo, ese arco posnietzscheano tendido entre el Lobo Feroz y Súper López, que ya no luce camisa parda y correaje, sino corbata Hermés y terno Armani.

Pero volvamos al Mayo del 68, visto desde este desmayado 98. Tres décadas después, cabe preguntarse qué se hicieron de los infantes herederos generacionales de aquella juventud rebelde con causa que, actuando como clase biológica revolucionaria, quiso y no pudo cambiar la vida con Rimbaud y el mundo con, sin o incluso contra Marx. No se sabe, no contestan. 0, mejor, sí se sabe: no contestan por lo general al sistema, adormilados como están en clase, en el taller, en la cola del paro o en la rica cama de papá, acaso tras una noche blanca y loca de las que les han tocado en el reparto del mundo, en el que los adultos nos quedamos con el diurno y los jóvenes (la noche es joven) con el nocturno. Sólo una parte de la juventud europea parece movilizar su capacidad de altruismo practicando el internacionalismo, ya no proletario, en alguna ONG dedicada al recosido de los rotos causados en el mundo por el neoliberalismo salvaje, e inhibiéndose ante los problemas sociales cercanos tanto cuanto se implica en los lejanos.

Sin embargo, mientras en el búcaro de nuestras ilusiones se desmaya otra flor, y pese al desmayo general que nos invade en este 98 carente de horizontes más amplios que los estrechos trazados por Maastricht, algunos síntomas nos permiten esperar (en el fondo de la olla de Pandora queda siempre la esperanza) que el tren de la utopía sólo esté detenido en vía muerta de momento y pueda reanudar su marcha, nuevamente impulsado por las bielas dialécticas de la historia. Ahí está el esperanzador motín de los exclusos del sistema en el neoliberal Sin. Sin: esos sin trabajo, sin techo, sin papeles, sin pensión, sin derechos, y demás marginados de la sociedad dual, que empiezan a movilizarse, también en esta ocasión en Francia, dentro de la Europa que bosteza, esa tumba vacía de anhelos e ideales que ya apestaba a Kierkegaard.

No es que ese movimiento incipiente nos autorice a pensar que los tiempos estén preñados de presagios anunciadores de aquella "poesía a punto de irrumpir" que detectaba Croce en periodos prerrevolucionarios, ni que se anuncie otro Mayo florido y hermoso francés, como no sea en El Corte Inglés. No parece que, de repente, el kantiano deber de utopía, esa asignatura pendiente de los revolucionarios del mundo, se vaya a volver a enseñar de modo inminente en las universidades donde domina el pensamientc único e insomne neoliberal.

No, aunque algunos, varados argonautas, en el fondo de nuestros corazones, asediado, por el colesterol y el tedio (ese monstruo voraz baudeleriano), sigamos calafateando la vieja barca de los locos a la espera desesperanzada de volvernos a hacer a la mar en busca del alba dorada.

Fernando Castelló es periodista, presidente de la organización internacional Reporteros sin Fronteras.

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