La caída
Sentado en el borde de la cama, como cada día a esas horas, pactó con la realidad los límites de la jornada y luego se dirigió al cuarto de baño para comenzar a cumplir su parte del trato. Se duchó y se afeitó, pues, como un hombre real, se colocó encima un traje verdadero y tomó un autobús auténtico en la esquina de costumbre. Llevaba tanto tiempo realizando los mismos gestos que, ya no se acordaba casi de la época en que había sido irreal ni lograba explicarse el porqué de esa caída en el universo de las cosas evidentes. Tal vez al dar un traspiés se había colado por alguna rendija que comunicaba ambas dimensiones. En cualquier caso, no renunciaba a encontrar el camino de vuelta. Mientras tanto, disimulaba su condición impalpable para no levantar sospechas.Esa mañana había en la oficina una atmósfera algo turbia: despedían a un compañero que estaba a punto de llorar frente a los canapés de caviar sintético con los que la empresa se lo quitaba de encima. Cuando fue a abrazarle, el despedido le confesó: "Tengo una sensación de irrealidad insoportable, como sí todo esto le estuviera sucediendo a otro". "A lo mejor me está pasando a mí", pensó el hombre irreal súbitamente esperanzado. Hubo discursos, más canapés y un diploma para la víctima. El hombre inexistente, en un aparte, dijo a su colega: "En confianza, yo soy irreal, lo más probable es que me estén despidiendo a mí, no te preocupes".
El otro volvió a casa, le contó a su mujer que todo había sido un malentendido, e insistió en ello durante las semanas siguientes, pese a que nunca le permitían entrar en la oficina. Cada mañana, sentado en el borde de la cama, pactaba con la irrealidad las incidencias de la jornada y luego se pasaba el día buscando la rendija por la que había caído de una a otra dimensión.
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