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Las cosas su sitio

PEDRO ALTARES Reconozcamos que, por esta vez, los fastos conmemorativos de la victoria en las urnas del Partido Popular, hace ya o sólo hace dos años, han estado bastante comedidos. De hecho, salvo en las entrevistas concedidas por el presidente Aznar (la primera por entregas a El Mundo y otra a la Cope, como debe ser y para dejar claro cuáles son sus plataformas periodísticas preferidas), la efeméride ha pasado como de largo. Se está, sin duda, a la espera de mayores y más colectivas celebraciones con motivo del segundo aniversario, allá para el mes de mayo, de la toma de posesión del primer, y por el momento único, Gobierno de José María Aznar. La ventaja del momento actual para el análisis de lo que han sido estos dos años es evidente: todavía no estamos inmersos en la, me temo que inevitablemente, cuantificación no ya laudatoria, sino glorificadora de los logros de esta llamada por su principal protagonista y aledaños mediáticos "segunda transición". O también, tiempos del "cambio razonable". Tiempos que, en palabras del presidente del Senado, han llevado a España, y ahí queda eso, a ser la envidia de toda Europa. De entrada, este Gobierno, reconozcámoslo, ha tenido un hallazgo semántico de indudable eficacia: la identificación de la palabra economía con democracia. De modo que si España va bien, económicamente por supuesto, la democracia va sobre ruedas. Dejemos que los economistas, y los inevitables cambios de coyuntura que no hay que dudar se producirán, digan la última palabra sobre si es oro todo lo que reluce en este nuevo "milagro españo". O, por el contrario, estamos ante un fenómeno que tiene mucho de virtual, otro más, de arreglos contables situados en la estratosfera de la macroeconomía. Y que, como la Bolsa, no crean riqueza, sino, con sus movimientos especulativos, sólo apariencia de ella. Sin embargo, nobleza obliga, dos datos positivos incuestionables de interés general: la contención de la inflación y la bajada de los tipos de interés. A lo que, por supuesto, hay que añadir el cumplimiento del resto de los criterios de Maastricht que nos llevarán a la panacea de la moneda única. Otros datos, no obstante, son ya mucho más cuestionables, especialmente si, como parece, van poco a poco royendo nuestro incipiente Estado de bienestar o sentando las bases para el restablecimiento de seculares privilegios en campos tan sensibles como la educación, la sanidad o la redistribución de la renta. Pero incluso en el caso de la consolidación de la buena marcha de la economía, lo que está por ver, no puede ser el examen de ésta el criterio único para pulsar la salud democrática de un país. Mucho menos en el caso español, donde el agotamiento del proyecto y los escandalosos casos de corrupción de la etapa socialdemócrata brindaron el triunfo a un Partido Popular que se presentó a las elecciones portador de un mensaje regeneracionista de la vida pública. ¿Van las cosas tan bien en este sentido? ¿España va bien, por ejemplo en el terreno de profundización de las libertades, del ensanchamiento de la convivencia, del respeto a la disidencia, de la corrección de errores de funcionamiento enquistados después de tres legislaturas de mayoría absoluta, de la revitalización del Parlamento, de la independencia de los medios de comunicación públicos, de la transparencia informativa, de la patrimonialización partidaria del Estado, de los nombramientos de deudos y amiguetes para los cargos públicos, y así hasta un largo etcétera de cuestiones que no entran en los libros de contabilidad? Hasta el momento, para justificar ante la oposición determinadas medidas, el Gobierno del Partido Popular se ha refugiado en el barriobajero "... y tú más", argumento y coartada empleados ad nauseam, sin darse cuenta de que de esta manera no hace otra cosa que dar carta de naturaleza y entronizar los vicios adquiridos, algunos supuestos y otros reales, de la etapa socialista. El Gobierno no suele responder dando explicaciones o diciendo que esto o aquello está bien hecho, sino que con los socialistas las cosas eran igual pero mucho peor. Por no hablar de esa extraña transmutación que ha convertido lo que era rematadamente malo con los anteriores Gobiernos (el pacto con los nacionalistas catalanes o el medicamentazo, sin ir más lejos) en algo que ahora es indiscutiblemente excelente para el país. El Partido Popular habla y actúa como si nunca hubiera hecho oposición, sin memoria, sin pararse en barras en poner Diego donde dijo digo, sin tener en cuenta los discursos mantenidos en la campaña electoral... Claro que eso también lo hicieron los socialistas, aceptémoslo. Pero ¿significa eso que se renuncia a la regeneración de la vida pública? Es verdad que, por el momento, en el debe del Partido Popular no ha habido grandes escándalos de corrupción como los que jalonaron la última etapa de los socialistas. Pero en menos de dos años ha habido muchos, se diría que demasiados, repiques de campanas que suenan, como mínimo, a desvío y a abuso de poder. Asombra, por ejemplo, oír a José María Aznar la insinuación de que los socialistas no saben perder unas elecciones. ¿Tan pronto ha olvidado el presidente sus propias reacciones, y las de sus escaños, apenas días después de las elecciones de junio del 93, en los que, incluso, se llegó a cuestionar la validez del veredicto de las urnas? Pelillos a la mar. Lo curioso del caso es que el Partido Popular se dejó muchas cosas en la oposición. Pero ha habido sobre todo una que parece continuar en el ejercicio del poder: el estilo bronco, des preciativo para el adversario político (aunque éste tenga detrás más de nueve millones de votos), el olvido sectario de que es el Gobierno de todos los españoles, la obsesión por, mirar debajo de las alfombras, y si no se encuentra lo que se busca (la amnistía fiscal encubierta, entre otras), se inventa la demonización y descalificación, no ya de todos los altos cargos de la etapa anterior, sino también de mera militancia política, ambas cosas ciertamente inconstitucionales, que ha llevado en algunos ministerios a una auténtica limpieza étnica, el no reconocer jamás un error, lo que evita pedir disculpas. Dos años, pues, de aquel 3 de marzo de 1996 en el que el Partido Popular ganó las elecciones por un margen de 300.000 votos ciudadanos. Pronto, demasiado pronto, para hacer balances. Pero si el Gobierno, su partido y sus plataformas mediáticas se empeñan en hacerlos con el único baremo de que, si la economía va bien, España va bien, déjense que otros abran y amplíen el arco de medición. Por supuesto, que sin ánimo de compensar. Se trata, simplemente, de dejar las cosas en su sitio. Por lo menos, algunas, que no todas. Pedro Altares es periodista.

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