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Ladrón de bicis

Un niño. Vive con sus padres en una urbanización cercana a Madrid, que tiene su Ayuntamiento, club de tenis y esas venas transversales en las calles que arruinan las ballestas de los automóviles, ideadas para defender a la población infantil de la velocidad, presuntamente homicida, de los vehículos a motor. La población infantil reniega de ellas porque dificultan el ejercicio de las actividades que hoy les apasionan: los patines, las tablas con ruedas y la bicicleta.Durante la vigencia del periodo del patinaje he llevado a ese niño, mi pariente en tercera generación, al paseo de Coches del Retiro, donde son los reyes del asfalto. Toleran, a regañadientes, el casco, las coderas y rodilleras protectoras, por amor al riesgo y a la mercromina. De esto hace un par de años, los que separan a unos juguetes de otros.

Con la perseverancia de que son capaces los menores cuando desean lo que tienen los otros compañeros de colegio, de barrio, de zona, consiguió que los progenitores le comprasen una bici, venciendo todos los augurios, que disfrazaban cierta racanería. Creo que batió un triste récord, digno del Guinness, a la media hora escasa de haberla estrenado, simultaneando el ejercicio con la habilidad cibernética, se llegó hasta la plaza del pueblo para sucumbir a la tentación de enfrentarse con una máquina; no esperen que la describa: no sé.

Consumidas unas monedas en un torneo contra el invento, salió para comprobar que la bicicleta se había evaporado. La dejó, sencillamente, apoyada en la pared del centro recreativo, al que acuden los alevines de ludópata de la localidad. Un malvado se la llevó.

Media hora, 30 minutos de gozosa propiedad, dieron paso al infortunio, trocada la dicha en desventura. Pude imaginar la vuelta al hogar, donde se suscitó la más inclemente reprimenda. Sobre la gran aflicción cayó el reproche, la revancha de los mayores, apenas desviada hacia las recriminaciones entre los padres. Sólo coincidían en lamentar la condescendencia con el vástago y la falta de entereza para negarle lo que consideraban un costoso capricho, superior a sus merecimientos y capacidad.

Pasó un tiempo, largo para el niño, decaído el prestigio ante los compañeros, pero logró, con perseverancia y buen comportamiento del que era capaz, la adquisición de la segunda bicicleta. No caería en descuido, y durante la semana de aquel periodo vacacional pareció una sola cosa con su montura de acero, cuyo disfrute parecían desaprobar los hados. Al regresar a casa la dejaba encadenada en el jardincillo que hay tras la verja.

Al poco reanudó el ritmo escolar, y en la primera jornada tuvo conciencia de su pertinaz desgracia, cuando vio, en el suelo, como un reptil inerte, los grilletes forzados y el candado, inútil, intacto entre dos eslabones. La lógica adulta esquivó las consecuencias de la repetida desgracia y no consideró que el resguardo de los bienes familiares, intramuros, era de su incumbencia. Hubo las inevitables desviaciones de responsabilidad sobre el niño, reprochándole no haber resguardado mejor el costoso velocípedo, para llegar a la indecente conclusión de que no lo merecía.

Tuve noticias del percance escuchando las dos versiones y me invadió gran ira contra el desalmado -no sé por qué imagino que fuera el mismo- capaz de desvalijar a una criatura de sus entusiasmos y la primera pertenencia valiosa.

Me vino al recuerdo aquella gran película, dirigida por Vittorio de Sica, que desarrolla el drama desgarrador de un hombre cuyo trabajo, futuro y vida entera descansan en el sillín de la bicicleta, que le fue robada. A punto estaba de recuperarla cuando se le escapaba, hasta la consunción de su mala suerte.

No de tan graves consecuencias la miserable rapacería, doblemente sufrida por este niño, pero lo reputo de merecedora del mayor castigo, en el confín del helado infierno donde tiritan los traidores.

El niño es tenaz; la tercera la comprará él, con los ahorros, su paga y esfuerzo personal. Coopero clandestinamente en la empresa y tengo la impresión de que su reconocimiento es mayor porque no le hago inútiles e injustos reproches. Gracias, abuelo, me dijo.

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