Criminalidad y Estado de derecho en América Latina
De los muchos y variados vaticinios aventurados en años recientes sobre los peligros que acechan a las jóvenes democracias latinoamericanas, quizá el más certero haya sido uno de los menos socorridos: el ascenso de la criminalidad y la ruptura de los precarios Estados de derecho anteriormente vigentes. Se pronosticaron diversos retours du refoulé, o retornos de lo sublimado: renacería el populismo al fracasar las reformas de mercado; el autoritarismo civil o militar volvería por sus fueros al resultar la democracia incapaz de asegurar mejoras perceptibles en el bienestar de la gente; el nacionalismo de antaño regresaría al escenario cuando Estados Unidos traicionara la confianza ilusamente depositada en ellos. Nada de esto ha sucedido, aunque no convendría descartar del todo cualquiera de estos sombríos augurios. En cambio, uno de los presagios menores -vinculado más bien al carácter superficial, endeble y formal del arraigo democrático en América Latina- comienza a resultar trágicamente cierto antes tal vez de lo previsto.El verdadero estallido de la impunidad y de la delincuencia que ha arrasado con la tranquilidad de los ciudadanos y la certidumbre de los propietarios de activos pequeños y grandes en la región sin duda no data de ayer. En algunos casos - Caracas, Bogotá- se encuentra asociado con procesos de violencia y tensiones cuyo origen se remonta a tiempos ya lejanos. En otras ciudades -Río de Janeiro es el mejor ejemplo al respecto-, el deterioro se inició hace algunos años, y nunca se pudo corregir; hoy, la criminalidad en Río, tanto en sus zonas acaudaladas como en las baxiadas y favelas, ya no es noticia como antes por la sencilla razón de que ha sido incorporada a la realidad cotidiana. Quizá los peores momentos -el asesinato a sangre fría de niños de la calle por versiones modernas de los escuadrones de la muerte de antes- han sido superados, pero en cambio la violencia se ha extendido a otras ciudades de Brasil -como Sao Paulo- que se vanagloriaban hasta hace poco de su diferencia y superioridad frente a los cariocas.
Y en otros casos más -Ciudad de México, Buenos Aires, Santiago-, urbes anterior y relativamente seguras, por lo menos en sus franjas adineradas o de clase media, se han transformado en metrópolis peligrosas, violentas y segmentadas. Si los barrios más sofisticados de las tres capitales citadas procuran protegerse de la criminalidad comprando seguridad mediante policías privadas, calles cerradas y guardaespaldas; el hampa, la corrupción, el narcotráfico y la brutalidad policiaca procedente de la inexperiencia y los exiguos presupuestos municipales se apoderan de los cinturones de miseria o suburbios que rodean las capitales. La provincia de Buenos Aires no es sólo el primer distrito electoral del país y el bastión tradicional del peronismo, sino también la región menos transparente de la Argentina de libre mercado: allí imperan la corrupción de las autoridades, el desempleo, el gasto social a la antigüita, y el descrédito creciente de los gobernantes de turno. En Santiago, fragmentación de la ciudad efectuada por el régimen pinochetista ha creado, como era de esperarse, comunas ricas y comunas pobres: las primeras intentan, con grados variables de éxito, colocarse al margen de la inseguridad;. las otras se resignan a la proliferación en su seno de la droga, los asaltos, los secuestros y la violencia. Y en nuestra pobre y desdichada capital, por último, el colapso del imperio de la ley alcanza ya extremos que resultarían cómicos si no fueran grotescos.
Pero el drama latinoamericano no se limita a la delincuencia: a final de cuentas esta tragedia tendría solución. El problema, incluso en países que tradicionalmente han gozado de un Estado de derecho y de una cierta honestidad y eficacia en la procuración de justicia -como Chile, a pesar de los conocidos y lamentables interregnos-, es que hoy se hallan agobiados por los dilemas de una especie de sobrecarga a que se ve sometido el imperio de la ley. La privatización generalizada de la economía, el arribo y la consolidación de la democracia representativa, el auge del narcotráfico y el incremento de las presiones norteamericanas en este ámbito han generado demandas extraordinarias a la capacidad regulatoria, judicial y represiva del Estado que antes no existían.
En el fondo, una de las más patéticas paradojas de la evolución reciente de América Latina estriba justamente en esto: las mismas reformas económicas y los mismos avances de la democracia representativa -que han debilitado a los Estados realmente existentes- requieren de Estados fuertes para funcionar y para neutralizar los efectos perversos o imprevistos que han desatado. Por ahora nos encontramos en una especie de limbo: sin el Estado de antes, fuerte de su papel en la economía y de su carácter autoritario; y sin el Estado refortalecido del futuro, capaz de regular al sector privado, de impartir justicia, de hacer cumplir la ley y de proteger la integridad de las personas y de los patrimonios sin el autoritarismo anterior.
Otro factor que contribuye al desmantelamiento galopante del Estado de derecho en muchas partes de la región reside, por supuesto, en la desigualdad cada vez mayor que la azota. Huelga decir que no se trata de un fenómeno nuevo, sino simplemente más agudo: la brecha entre ricos y pobres en América Latina es ancestral. Pero junto con la caída precipitosa de la magnitud de las consecuencias negativas de violar la ley, la creciente distancia que separa a los que tienen de los que no tienen ha entrañado un premio a la delincuencia. Si por un lado no hay trabajo, o el que hay produce remuneraciones en ocasiones insultantes, y por otro lado existe la posibilidad de obtener un ingreso decoroso mediante asaltos, secuestros, tráfico de estupefacientes u otras actividades delictuosas sin riesgos mayores, no es difícil entender que la criminalidad
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se haya transformado en un acto racional para millones de jóvenes latinoamericanos.
No abundan las soluciones ni las respuestas. No hay panaceas ni pociones mágicas. Dicho eso, valdría quizá la pena escudriñar una idea que podría contribuir al combate contra ambos orígenes del flagelo de la inseguridad: la debilidad del Estado y la desigualdad. Se trata de la reintroducción, pero en serio y en condiciones que no pueden ser asimiladas a las que imperaban en algunos países décadas atrás, del servicio militar obligatorio, con el acento en la seguridad ciudadana, convirtiéndolo tal vez en una suerte de servicio social policiaco obligatorio.
En algunos países -el ejemplo más claro es Chile-, la policía nacional siempre ha estado militarizada; en otros subsisten fórmulas híbridas. En cualquier caso, el obligar a todos los jóvenes de 18 años - y sólo puede funcionar si se trata realmente de todos- a pasar un año bajo las armas le asestaría un severo golpe a la intolerable segregación social latinoamericana, y al mismo tiempo permitiría ya sea liberar a las fuerzas armadas de cierta responsabilidad para dedicarse a la seguridad, ya sea incorporar a esos jóvenes a tareas de combate a la delincuencia que no encierren un peligro excesivo.
Puede parecer quijotesco plantear un retorno a la conscripción cuando otras naciones como Francia y Alemania la abandonan paulatinamente, pero ni tienen forzosamente la razón, ni las naciones de América Latina han recorrido a cabalidad el itinerario europeo. Se trata de la institución republicana e igualitaria por excelencia; por otro lado constituye una fuente idónea de mano de obra barata, capacitada -al término de un mínimo de entrenamiento- y parecida a la sociedad en su conjunto. No es más que una idea, pero quizá al examinarse cuidadosamente resulte menos descabellada que a primera vista.
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