Acuerdo en Bagdad: unas reflexiones
FERNANDO MORÁN
Conocemos lo suficiente sobre el desarrollo de la crisis, desde diciembre pasado al 23 de febrero, en que Kofi Annan y Tarik Aziz, alcanzan un acuerdo, como para entender lo que ha sucedido y para explicarnos el alivio inicial y el desarrollo de una cierta insatisfacción y cautela progresivos en la opinión estadounidense.La gran prensa, la televisión, las revistas de gran tirada van inclinándose a subrayar que lo alcanzado, en sí meritorio, casi extraordinario, depende de muchos factores, algunos difícilmente controlables. Entre ellos de percepciones. Y que lo que se ha logrado no se alcanzó en un solo pacto, en un solo momento -acción bélica o acuerdo-, sino que depende del desarrollo de un proceso que ahora se abre. El diario The Washington Post se resguarda de críticas de los más internacionalistas: "No es", decía hace días en un editorial, "que prefiramos [el periódico] una acción militar a un acuerdo, es que preferimos un buen acuerdo a uno mediano".
Lo mismo ocurre en el Senado, Cámara que no llevó a cabo ningún debate serio durante la crisis; bien es verdad que el presidente optó por seguir en una línea paralela. Tampoco parece que el Senado vaya a considerar con profundidad otro gran tema: el de la ampliación de la OTAN. No nos encontramos, tal vez, en una época de gran función internacional del Congreso, como por ejemplo en la del senador Fulbright.
El general alivio y la satisfacción ante el efecto de la diplomacia respaldada por la credibilidad del uso eventual de la fuerza, se puede convertir o en una frustración de quien en principio es hegemónico o en la petición de uso inmediato y automático de la fuerza como consecuencia del desengaño respecto a la intervención de la ONU.
Lo que se echa en falta es un análisis de los factores generales y de los protagonismos que la crisis ha traído a escena.
Algo puede entenderse del desarrollo de la crisis de Irak y de las perspectivas actuales, si, con la brevedad que impone el espacio de que dispongo y con la premura de un análisis de urgencia, nos detenemos en una serie de realidades que han cobrado relieve en las semanas que van de diciembre a febrero. Entre ellas: 1) Carácter y alcance de la acción militar y consecuencias para el tipo de acuerdo que la convierte en innecesaria, de ser cumplido; 2) Viabilidad de la recuperación por la ONU de su función en las cuestiones de seguridad y arreglo pacífico de controversias; 3) Papel y funciones de Francia y la Federación Rusa; 4) Inexistencia de protagonismo, y aun de influencia, por parte de la Unión Europea.
1) La idea o conceptualización "del conflicto" tal y como la hemos vivido hasta el fin del equilibrio de bloques era el legado de dos transformaciones radicales. La primera es la que conduce "al concepto de guerra total" por la acción de dos etapas sucesivas: "la democratización y nacionalización de la política exterior y el industrialismo". Antes de la Revolución Francesa la política exterior era el patrimonio de los monarcas y de sus burocracias con independencia soberana respecto a los pueblos. Éstos eran transferidos con los territorios intercambiados en las mesas de negociación. La política exterior y la guerra era el deporte de los reyes. Era inmoral. Y los americanos resentían vivamente esta inmoralidad de los antiguos regímenes, porque América era la negación del Viejo Mundo, la redención de la humanidad en un espacio nuevo ("Dadme los pobres, los humillados, los cansados rezaba el poema de Lazar en la peana de la estatua de la Libertad). Esto acaba con la Revolución Francesa, con la levée en masse de los ejércitos revolucionarios que era la movilización que corres pondía al pueblo en armas, potenciación de la voluntad general. (Como se sabe toda una escuela de pensadores conservadores desde Edmund Burke, a G. Ferrero, a Toynbee, previenen contra el radicalismo de la acción exterior, y por lo tanto del conflicto, en esta nacionalización de los actores). El segundo momento que radicaliza al conflicto es "el industrialismo", cuya consecuencia es la guerra económica, y la no distinción entre "objetivos de frente" y "retaguardia". Los dos elementos, democratización o nacionalización, e industrialismo conducen a la concepción "de la guerra total" y en lo que se refiere a poner fin a la misma en la ideología de la falta de acuerdo parcial, al objetivo "de la rendición incondicional".
La dinámica de la totalización de la guerra encuentra su correctivo en el equilibrio nuclear a partir de los años cincuenta, en la codificación de las acciones militares (escalada) y en el objetivo de evitar el desastre general mediante el poder suasorio de las armas absolutas (disuasión). "La política de contención" se basaba en la disuasión general y en el desarrollo de la pugna ideológica (batalla por las almas de los pueblos). Esta política estaba desarrollada y codificada. Pero estaba pensada frente a un antogonista con capacidad total. Porque frente a uno más débil o no nuclear el exceso de la capacidad del nuclear convierte en desproporcionada la acción y, por lo tanto, paradójicamente, ineficaz. Como lo fue a la postre la amenaza de utilizar el arma nuclear en Indochina o de escaladas en otras situaciones coloniales.
Pero, del concepto de guerra total y de victoria total y de rendición, los americanos actuales han heredado la percepción de que "una sola acción" en un solo acto puede y debe resolver una situación, cuánto más cuando, como en el caso de Irak, el antagonista está descalificado internacionalmente por el incumplimiento de obligaciones que derivan de las resoluciones del Consejo de Seguridad.
Por eso, el descontento inicial: si se es soberanamente poderoso ¿cómo emplear la fuerza si no es en un solo acto y decisivamente? De pasada, en un artículo en el International Herald Tribune, el consejero de Seguridad de Clinton, Samuel Berger, cita la "política de contención", que implica la disuasión -en este caso no nuclear-, la idea de proceso, la presión y los acuerdos concretos. En un momento esencial, en 1946, George Kennan reclamó el fin del "mesianismo" americano y la vuelta al cálculo -y la limitación- en el ejercicio del poder. La guerra total y la rendición incondicional descalifican al adversario como alguien a quien tratar. La contención le devuelve la condición de alguien al que hay que limitar, pero admitir. Éste es uno de los grandes dilemas actualmente para los estadounidenses.
2) La conducta y éxito de Kofi Annan abre la posibilidad de la recuperación por la ONU de la que parecía su función desde San Francisco hasta el comienzo de la guerra fría. En especial, en lo que se refiere a las competencias del capítulo VII de la Carta, y a las funciones y prestigio del secretario general. Es de toda la situación lo más esperanzador.
Ahora bien, la situación en la que todo se inscribe, también la ONU, es diferente a la de 1945. Entonces había varias superpotencias -en la guerra, aliadas- que, entre sí se equilibraban o podían equilibrarse. Ahora existe una sola superpotencia, Estados Unidos. De hecho, los secretarios generales han estado siempre bajo vigilancia y sospecha de los supergrandes. Sin duda de Estados Unidos. Lo mismo que la Asamblea General desde 1960 progresivamente dominada por los afroasiáticos. La realidad era medularmente bipolar, y en esta lectura la ONU o sobraba o estorbaba. Ahora es distinto, Estados Unidos no se enfrenta con la tarea de vencer a otro bloque, sino de construir un nuevo orden mundial. La ONU le podrían servir de legitimación, de mediación y de factor que moderase la propia tendencia a abusar del poder, que es un tropismo inevitable en quien lo ejerce.
3) Francia y la Federación Rusa han actuado bien durante la crisis. Con un cálculo bastante exacto de cuáles eran los límites en los que se podían mover. Con una instrumentación adecuada para capitalizar el margen de su autonomía. Para, sobre todo, calibrar cuáles son el peso y los límites de las grandes potencias, no superpotencias, en la actual configuración internacional. Sin caer Francia en un exceso de admiración hacia su imagen, una exageración de su panaché; pero con firmeza, matización y con una lectura que se ha correspondido con la situación. Francia desde De Gaulle ha entendido que cuando llega la hora de la verdad está, como es lógico, con Estados Unidos. Así lo hizo ejemplar y naturalmente en la crisis de Cuba; y en el despliegue de los cohetes de alcance intermedio en los años ochenta. Siempre y sin dudas. Pero ha entendido que a sus intereses corresponde buscar y proclamar un margen de autonomía. Lo que es más que este margen de autonomía no sólo corresponde a su imagen e intereses, sino al sistema, hasta finales de los ochenta, el sistema o bloque occidental. Otorga al sistema flexibilidad y puede sacar a los mismos estadounidenses de los callejones sin salida a los que conduce muchas veces la mera visión de poder.
Rusia necesita urgentemente ante su opinión, la Duma, el ejército, una población entre la apertura internacional y el nacionalismo, encontrar alguna función internacional general. La falta de inserción o la inserción parcial y coyuntural de Rusia en el sistema, europeo primero, luego general, es un gran problema para todos, para Europa desde la disolución del concierto construido en el Congreso de Viena. Una Rusia insegura de sí misma en una geografía sin límites, con una sociedad poco vertebrada es el gran problema a medio plazo. Un historiador británico, un generalista que comenzó siendo un especialista en Europa del Este, autor de un libro que lleva camino de ser la obra estándar Europe, a history, Oxford 1996, Norman Davies, decía hace días a Le Monde que "Europa no insertaría a Rusia en un concierto y que en dos o tres décadas la gran cuestión europea sería de nuevo el problema ruso". Mirando la acción de unos y otros y el menguado esfuerzo que todos hacemos para evitarlo, la predicción es tan amenazadora que casi todo lo demás se coloca a una distancia mayor. Quiera Dios que no sea así. Si Rusia obtuviese una función en el sistema, mucho podría hacer para que las mismas Naciones Unidas se vitalizasen.
4) La crisis con Irak ha enfocado de nuevo un tremendo y cruel reflector sobre la inocuidad de la Unión Europea como sujeto internacional. Ni siquiera la cuestión técnico-jurídica de la personalidad jurídica internacional de la Unión llegó a considerarse ni en Maastricht ni en Amsterdam. No se trata de que no avanzar en la cuestión institucional -en la reforma de los tratados en cuestiones de defensa y de política exterior- detenga la integración. Al revés, la falta de afirmación de un modelo económico con trazos propios, y la falta de una percepción común de la situación mundial, es lo que hace que los avances económicos -notables- y la misma vida de las instituciones no defina hacia fuera la Unión como sujeto activo y relajante. La Unión pudo, a escala europea, jugar esa colaboración y esa motivación que se ha propuesto muchas veces Francia y que en esta ocasión llevó a cabo. No es imposible. Pero no hay desgraciadamente muchos indicios de que lo vaya a realizar, No es que siguiendo el consejo del filósofo nos dediquemos a cultivar nuestro jardín, es que no sabemos dónde está este huerto, ni con quién es medianero, ni tampoco que está abierto a vientos algunas veces huracanados.
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