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Reflexiones vanas

En el artículo que el historiador Carlos Seco Serrano ha publicado en este periódico sobre Cataluña y el 98 (3 de marzo de 1998) me anima a exponer por mi parte algunas especulaciones que suelen ocupar mi mente en las circunstancias actuales. Son reflexiones inoperantes, pues se refieren a un pasado concluso. Las guerras mundiales de este siglo pusieron fin a un orden internacional fundado en el equilibrio entre naciones independientes que la Edad moderna había vivido, liquidando para Europa ese peculiar tipo de organización del poder público: la nación soberana, y abriendo perspectivas hacia más amplias estructuras de poder; y por cuanto concierne a esta particular nación llamada España, cuyo pretendido ser o esencia fue preocupación obsesiva para las generaciones intelectuales de 1898 y 1914, el hecho es que se encuentra ya en vías de avanzada incorporación a otras entidades políticas de magnitud superior. En la fecha de hoy, resulta, pues, ocioso, por inconducente, cualquier debate acerca de lo que en su día fue o pudo haber sido la nación española.Instalado en esta ociosidad, las oportunas citas que nuestro historiador hace en su artículo de los poemas donde Maragall hace vehemente apelación al iberismo de España, así como la invocación del programa catalanista que aspiraba a una integración peninsular, me confirman en la idea de que, si en esta Península nuestra quedó frustrado el proyecto de una nación ajustada al modelo de la modernidad europea, ello fue debido, entre otras causas, a un accidente histórico que muy temprano dejaría manco el cuerpo en que semejante proyecto hubiera debido encarnar.

El proyecto no sería otro que el esbozado en la famosa profecía del Duero aventurada por Cervantes en su tragedia Numancia. Como es bien sabido, junto a la sitiada y arrasada Numancia, el río se levanta para consolar a España del desastre; y, tras un repaso sumario del curso de la historia hasta llegar al monarca entonces reinante, "el segundo Filipo sin segundo", emitir el siguiente pronóstico: "Debajo de este imperio tan dichoso / serán a una corona reducidos, /por bien universal y a tu reposo, / tus reinos, hasta entonces divididos. / El jirón lusitano, tan famoso, / que un tiempo se cortó de los vestidos / de la ilustre Castilla, ha de asirse / de nuevo, y a su antiguo ser venirse. / ¡Qué envidia, qué temor, España amada, / te tendrán mil naciones extranjeras", etcétera.

Cervantes escribía El cerco de Numancia hacia 1583 haciendo que el Duero profetizase lo ocurrido pocos años antes, cuando en 1580 hereda Felipe la corona portuguesa vacante. Así, la obra cervantina, al mismo tiempo que confirma el que sería uno de los mitos nacionalistas españoles, el heroísmo numantino, celebra la incorporación de Portugal al poder del "segundo Filipo sin segundo". Mal hubiera podido imaginar el poeta que bajo el nieto de éste, el cuarto rey del mismo nombre, se separaría Portugal de nuevo medio siglo más tarde, a la vez que se frustraba en cambio un intento análogo por parte de Cataluña. Tal fue el accidente histórico que, dividiendo el grandioso imperio evocado en su profecía por el Duero, dejaba manco en la Península el cuerpo de una posible nación europea moderna. Pues cuando, llegado el siglo XIX, se trataba de fundamentar ideológicamente la doctrina nacionalista y Renan se preguntaba ¿Qué es una nación?, entre las diversas y siempre dudosas notas que solían atribuirse como características determinantes al entonces nuevo concepto, una de las más aducidas era la de "unidad territorial". Por cuestionable que ello fuera, y por mucho que se prestase a alimentar toda clase de problemáticos irredentismos, no hay duda de que, puesta siempre la vista en el modelo francés, el mapa de España en la península Ibérica revela de modo palmario esa manquedad de que la pretendida nación española ha adolecido. Desprendido "el jirón lusitano" con renuncia al nombre de español, el Portugal independiente buscaría su propia orientación en el concierto internacional, mientras los dos sectores del territorio peninsular ahora segregados quedaban de espaldas el uno al otro a ambos lados de la frontera, ignorándose recíprocamente con una especie de deliberado o receloso desdén.

En la crisis del 98, con los sentimientos de un nacionalismo regeneracionista, se sintió desde Cataluña, ya lo hemos visto, la ausencia de Portugal (donde, por su parte, no faltaron nunca -piénsese, por ejemplo, en Oliveira Martins- las nostalgias más o menos militantes de unidad ibérica), mientras que en la España castellanista, Unamuno, siempre complejo y contradictorio, fue el único en tener la vista puesta y el interés despierto hacia la realidad portuguesa, su literatura, su política, su paisaje, dando así respuesta acorde a la postura de Maragall.

Todo esto es ya historia. Pertenece a un pasado irrevocable. Los antiguos Estados nacionales renunciaron a las pretensiones de soberanía. Y en esta Península nuestra, tanto Portugal como la España desmontada en comunidades autónomas se encuentran ahora, para bien o para mal, insertas en el ámbito político europeo y en las varias organizaciones mundiales. Por consiguiente, las presentes especulaciones mías son -perdóneseme- de todo punto ociosas.

Francisco Ayala es escritor.

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