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Madrugadores

Es increíble la cantidad de gente que circula por las calles madrileñas a primeras horas de la mañana. Apenas estamos en la primavera, ya clarea alrededor de las ocho. El otro día, para remediar en lo posible los achaques, fui citado muy temprano en un centro hospitalario para someterme a unos análisis y prospecciones con que echar un remiendo al negocio de la salud. Esto es cosa bastante nueva, porque no hace mucho las personas de edad avanzada se morían, decorosamente, de viejos, estatuto de muy amplias fronteras. Lo hacían en sus casas, por regla general, lo que ocasionaba una serie de ritos ya caídos en desuso, como cerrar media hoja del portal, poner una mesita con un paño negro sobre la que una bandeja de alpaca recogía las tarjetas, dobladas en señal de duelo, y los pliegos de firmas, en los que constaba la aflicción de amigos y deudos. El coche, de caballos o de motor, carrozado especialmente, y el cortejo rubricaban muchas existencias.Disponía de tiempo -algo que casi siempre me faltó- y decidí organizar el itinerario que, mediante dos autobuses de la EMT, cubriera el recorrido. De esa forma pude observar a mis conciudadanos en el cotidiano momento inaugural de la jornada. Alguna vez he comentado el carácter comunicativo de los madrileños, capaces de pegar la hebra con cualquiera, e incluso hablar solos por las calles, antes del invento de los teléfonos móviles. A esas horas, la consigna es el silencio, un silencio meditabundo, que todavía no ha roto con el sueño. En la parada del autobús, cada uno atiende a lo suyo, aunque la mayoría lleve el mismo camino. No varían los gustos. Si en primer lugar se encuentra un joven robusto -o el vehículo se detiene junto a él- será el primero en subir, ocupando el asiento libre; nadie le ha enseñado otra cosa.

Por la calle circulan, en el mayor mutismo, mujeres, hombres, muchachas y chicos, que parecen estudiantes, por el aire y la cercanía de centros universitarios. Muy pocas faldas en este universo laboral de los pantalones vaqueros. Es la oleada intermedia, entre los trabajadores manuales y los oficinistas. Discreta observación: estas muchedumbres han tenido tiempo de una ablución, más o menos ligera, rematada por el desodorante. Fuentes dignas de crédito me habían informado de que en los autobuses del alba, procedentes del extrarradio, y en algunas líneas del metro, aún se advierte la tufarada de quienes empezaron la jornada demasiado pronto y quizá la hayan cerrado tarde. Está en el recuerdo olfativo aquel olor, resumen de muchos sudores, aunque también triunfaba el uso frecuente del jabón Lagarto, sutil y candoroso aroma a limpio.

Viene a la memoria una estadística de la que, durante muchos años, me sentí orgulloso. Difuminadas las precisiones numéricas, tengo bien presente que España, Madrid, estaba, ya hace más de 30 años, a la cabeza o en puesto preeminente en cuanto a instalaciones sanitarias por habitante. Carecíamos, ciertamente, de unas cuantas cosas, pero estábamos bien dotados de cuartos de baño. En especial frente a nuestros vecinos del Norte, de quienes se decía que enmascaraban los fluidos a base de perfume, lo que, desvanecido el efecto, ponían de relieve atmósferas ingratas. Resulta curioso deducir la despreocupación con que nuestros abuelos despachaban la higiene corporal. La mayoría de las casas que hoy perviven en los barrios aledaños de la Gran Vía y los que se desparraman hacia los bajos de la ciudad carecían de ducha, cuando no de retretes. Hoy es impensable una vivienda sin esos artilugios.

Llegué al hospital acorde con la previsión horaria, sorprendido por el ajetreo. Las batas blancas y verdes circulan por los pasillos; una larga fila se ha formado ante el lugar de los ingresos: pacientes o familiares en busca del volante requerido. Del amplio ascensor surge la camilla camino del quirófano. Da la impresión de que cada cual sabe lo que tiene que hacer, y ello no deja de ser sorpresivo. La diligencia personal, despachada con prontitud; encontrándome en ayunas, decidí darle al cuerpo el sustento de un café con churros. La cafetería, llena. Bajo la profusión de letreros delimitando las zonas de no fumadores, charlaban algunos sanitarios, con el pitillo en los labios.

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