El cobijo de los políticos
Vivimos en un mundo, en España y fuera, en que, en muchos casos, el sistema judicial es un instrumento de la política como conquista y mantenimiento del poder, se entiende que como aspiración legítima, al tratarse de sociedades democráticas.Está claro que la función judicial es política en sentido amplio, pues tiene una misión de resolución de conflictos con autoridad legítima, lo que forma parte del meollo de la soberanía política, o como quiera que la podamos llamar; pero no me refiero a esto. También está claro que el poder ha solido servirse de la justicia para hundir a sus adversarios, al margen de la circunstancia de que hayan incurrido en los supuestos lógicos de la intervención judicial, como, de manera obvia, en los casos de comisión de delitos; y ahí están los ancestrales ejemplos, entre otros muchísimos, del Condestable Don Álvaro de Luna en el siglo XV y de Don Rodrigo Calderón, en el XVII; siempre el poder se quiere vestir, en sus decisiones más tajantes, con el uniforme de la justicia; tiene un halo más convincente que cautiva la opinión de las gentes; y por eso los vencedores de la 11 Guerra Mundial montaron el proceso de Núremberg antes de ejecutar o sancionar de otro modo a los responsables nazis.
Pero no me refiero a eso tampoco, sino a la utilización del sistema judicial como instrumento para hacer política de partido: conservar o mantenerse en el poder o conquistarlo. Es la técnica del empapelamiento (judicial) del adversario, y la de traslación al sistema judicial de la decisión que debe tomar, o se supone que debe tomar, el responsable político. La actuación judicial se utiliza como arma de combate: en ambos casos el político se sirve de la justicia (o pretende hacerlo) como arma de combate político más allá de la estricta funcionalidad pública o política de la justicia como medio de resolución pacífica de conflictos surgidos en una sociedad; en unas ocasiones, arma de ataque; en otras, de defensa; como las armas de fuego, que las hay más ofensivas, más defensivas o más versátiles.
Ejemplos de lo primero, todos los días: cuando en un Ayuntamiento no hay modo de hincarle el diente a un regidor, la denuncia por prevaricación está a la orden del día; es fácil y barato; los actos ¡legales de las Administraciones son miles, según se desprende de las sentencias de los Tribunales de lo contencioso. Sería absurdo que toda ilegalidad llevara detrás un delito de prevaricación, pero la esperanza es lo último que se pierde, porque, en el fondo, el empapelamiento ya suele ser suficiente para deslegitimar a un sujeto ante la opinión, sobre todo en colaboración con los medios de comunicación, encargados de dar luminosidad esplendorosa a la sombra de una duda. Y muchos más ejemplos, de que hago gracia.
Ejemplos de lo segundo: la decisión política se traslada a los jueces, que, en cierto modo, suplen, con mucha mayor prosopopeya y gasto a los bárbaros juicios de Dios y aún a la función de arúspices y augures. También, claro, con la insustituible colaboración de los medios, que se transforman en infalibles zurupetos capaces de discernir el fondo de la cosa apoco que enarque la ceja el órgano judicial uni o pluripersonal, lo que sustituye con ventaja al rudo alancear mutuo de los jefes de las hordas, o al examen de las vísceras de las aves u otras inocentes víctimas.
De modo que los políticos tienden a cobijarse en jueces y medios, para el mejor logro de sus propósitos; pero al fin resulta, como casi siempre con los cobijos, que el cobijado aumenta su dependencia de jueces y medios digamos que funcionalmente (cuando no voluntariamente) coligados, con grave daño para ellos y para algunos de sus cobijadores, especialmente jueces y otros hombres de toga, a los que toca resolver, en definitiva, asuntos de la república (res publica, no vayan a pensar mal) que, de suyo, no les competen, lo que puede producir desequilibrio digamos institucional, y otros males; es decir, el político pierde autoridad, y el juez equilibrio, y, en los casos peores, independencia.
Los que no pierden nada con estos modos son los medios y sus oficiantes, que así adquieren, mantienen o aumentan fama (lo importante es que uno sea conocido), difusión, audiencia y la satisfacción de contribuir a la ciclópea tarea de gobernar, cuando no de ser demiurgos admirables.
Esto es así, creo; no me gusta, pero no estoy seguro de que sea evitable.
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