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Tribuna
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El filósofo en la sacristía

Mario Vargas Llosa

A diferencia de Londres, donde sólo se puede leer y escribir en casa o en bibliotecas, Berlín está lleno de cafés y kneipen acogedores donde uno puede pasar las horas trabajando en paz. A Pocos pasos de la esquina donde George Grosz, después de una noche alcohólica, se desbarrancó en una escalera y se mató, hay un antro hospitalario, al que vengo cada día a seguir, en la prensa madrileña -que llega puntual-, las querellas políticas de España. Suelen ser feroces; muchas de las cosas que en ellas se dicen provocarían en otros países juicios por libelo. ¿Por qué extrañarse? La española es, hoy, una de las sociedades más abiertas de Europa, después de haber sido, a lo largo de cuatro décadas, una de las más embotelladas.

Para saber hasta qué punto se ha transformado España hay que leer el libro de Gregorio Morán, que acaba de publicar Tusquets Editores, El maestro en el erial. Ortega y Gasset y la cultura del franquismo, que, con el pretexto de describir los diez últimos años del filósofo -desde que regresó de su exilio voluntario, en 1945, hasta su muerte, de un cáncer al estómago, en 1955-, describe, con minuciosidad y sin remilgos, la vida cultural española, o, mejor dicho, lo que hacía sus veces, en la primera década después de la segunda guerra mundial. No es un libro agradable, sino ácido y triste, pero, pese a que se cometen en él algunas injusticias y se omiten o exageran ciertos datos, el desolador y siniestro panorama que traza de lo que fue la vida intelectual bajo el franquismo es justísimo, e imprescindible de leer, sobre todo por quienes no vivieron aquella experiencia y, cegados por la pasión política, son capaces de afirmar sandeces de este calibre: "Hoy estamos peor que con Franco".

Cuando yo llegué a Madrid, como estudiante, en 1958, me sorprendió descubrir que, en la remotísima Lima de donde venía, había una información cultural más actual y veraz que en España, donde la férrea censura, y el dirigismo estatal en todo lo referente al pensamiento -la imposición del "nacional catolicismo" como única doctrina tolerable-, mantenían al país en el limbo y habían esterilizado su vida intelectual y artística hasta extremos penosos. Mediocridades irredentas, poetastros y prosistas logomáquicos, cuyo único mérito era su fidelidad o su servilismo con el régimen, se veían aupados a la condición de filósofos o creadores superlativos por la cultura oficial, en tanto que casi nada renovador o discordante con la ortodoxia católica y el régimen político imperante (un fascismo que se adaptaba a los nuevos tiempos enmascarándose de atlantismo y occidentalismo anticomunista) conseguía filtrarse por la trama sutil e implacable con que un ejército de censores defendía a España de la contaminación masónica, marxista, laicista y liberal. Pero el poeta Leopoldo Panero proclamaba, en 1953: "En pocos países del mundo se puede escribir poesía con tan absoluta y desinteresada libertad como desde España".

Con verdadera satisfacción compruebo, una vez más, en la documentada relación que hace el libro de Morán de las disputas e intrigas sordas que oponían a las dos corrientes intelectuales del franquismo, que, falangistas y opusdeístas, encarnizados adversarios en lo que concernía a apoderarse de las instituciones educativas y culturales del régimen, pero indiferenciables en sus salvas y juramentos de fidelidad al Caudillo y a la verdadera religión, profesaban idéntica enemiga al liberalismo, al que abrumaban de improperios todavía peores que al adversario marxista. Los extremos totalitarios se tocan, y, en su desprecio del pluralismo, la tolerancia, los consensos sociales, el laicismo cultural y el respeto de la soberanía individual, comparten un ancho espectro de fobias ideológicas. Por eso resultó tan natural, a buen número de falangistas -el libro de Morán depara abundantes sorpresas a este respecto-, pasar de la extrema derecha a la extrema izquierda cuando el régimen comenzó a resquebrajarse.

Si el monopolio es nefasto en la vida económica, pues produce ineficiencia y corrupción, es todavía peor en el dominio de las ideas y de las creencias, en el que marchita la creatividad y aniquila toda forma de independencia y de crítica, es decir, de libertad. El catolicismo, tan civilizado y benigno en las democracias, que lo mantienen a distancia del Estado y lo obligan a coexistir con otras religiones y a respetar a quienes no creen en ninguna, se convierte, en razón de su naturaleza ecuménica y dogmática, y su organización vertical, en una fuerza abrumadoramente opresiva, si un régimen, como hizo el franquismo, lo convierte en el partido único de la vida espiritual. Así ocurrió en España, luego de la guerra civil, y a ello se debe el oscurantismo represivo que, por lo menos hasta los años sesenta, hizo de uno de los países con más rica tradición cultural del mundo, una asfixiante sacristía.

Desde luego que hay católicos y católicos (como hay comunistas y comunistas). Morán trata a Pedro Laín Entralgo, José Luis Aranguren y José María Valverde, católicos y falangistas que evolucionaron hacia posiciones democráticas, con la consideración que, desde luego, merecen. Pero, ¿por qué maltrata con esa ironía cáustica y de pésimo gusto, a Julián Marías, un católico no menos respetable que aquéllos? Marías, católico, apostólico y romano, hubiera podido acomodarse sin dificultad y prosperar dentro de la Universidad confesional del régimen. Pero, no lo hizo, y pagó su independencia viviendo la vida gris de un semiapestado, que podía enseñar en Estados Unidos pero no en su país. En el libro de Morán, enjundioso y valiente en muchos sentidos, hay por desgracia buen número de injusticias parecidas y ligerezas (por ejemplo, situar en el Perú a Quito, la capital del Ecuador). De creerle, el fugaz Azorín que pasa por sus páginas no hizo en la vida otra cosa que practicar el oportunismo, adulando a todos los gobiernos. ¿No escribió, también, algunos libros que renovaron la prosa castellana? A su juicio, lo de la generación del 27 fue una invención interesadamente política de Dámaso Alonso, para meter en el mismo saco a poetas republicanos y a franquistas, y para aguar, en una confusión retórica, la carga de compromiso ético y progresista que acarreaban aquéllos. Esta tesis me parece algo barroca, pero, desde luego, no del todo imposible. Ahora bien, para apoyarla, Morán descarga una furibunda artillería contra el pobre don Luis de Góngora y Argote, alguien que, en cualquier caso, no pudo tener parte alguna en aquella conspiración, si la hubo: "Sucio, bribón, ignorante, pendenciero, sin educación, de comportamiento lacayuno e indigno...". En la cascada de adjetivos hay por lo menos uno, el de ignorante, difícilmente aplicable al poeta que muchos consideramos el más alto que haya dado la lengua castellana.

Morán llama a Ortega "El pensador más influyente de la historia intelectual de España" y no hay duda que le profesa una admiración sin la cual no hubiera podido investigar con la paciencia y meticulosidad que lo ha hecho todos sus movimientos, escritos, relaciones, depresiones, entusiasmos y desilusiones, en esos últimos diez años de su vida. Su libro contiene una enorme información y algunas interesantes revelaciones. Pese a ello, no creo que le haya hecho justicia. No me parece probada su tesis de que Ortega fue un discreto cómplice de los nacionales durante la guerra civil, afirmación que se apoya en deleznables argumentos, como el que dos hijos del filósofo pelearan en el bando rebelde, o su amistad y correspondencia con algunos diplomáticos franquistas, o su empeño en publicar en The Times, de Londres, valiéndose de, la ayuda de un delegado de los nacionales en Gran Bretaña, un texto en el que criticaba a los intelectuales europeos por tomar partido por la República sin conocer a fondo la problemática española. No parece serio tampoco, y sí mera chismografía, el que Ortega, en algún momento, valiéndose de un tercero, se ofreciera a Franco para escribirle los discursos. La verdad, y el libro de Morán lo demuestra hasta el cansancio, si Ortega hubiera querido formar parte del régimen, éste, que, a la vez que lo atacaba o silenciaba, hizo múltiples intentos para sobornarlo, lo hubiera recibido por la puerta grande. Bastaba que se adhiriera a él. Nunca lo hizo.

Tampoco es un argumento para descalificarlo el que siguiera recibiendo el sueldo que le correspondía como profesor universitario cuando cumplió la edad de la jubilación. Desde luego, hubiera sido preferible que no lo hiciera. Y, también, que nunca regresara a España y muriera en el exilio, o asumiera una oposición frontal y sin equívocos contra la dictadura. Porque, entonces, cuántas confusiones sobre lo que fue, creyó y defendió, se hubieran evitado y qué fácil resultaría hacer de él, hoy, una figura políticamente correcta. Pero, la verdadera "circunstancia" de Ortega no era la de tomar partido, en el momento de estallar la guerra civil, por uno de los bandos: la opción que él hizo suya quedó pulverizada en la contienda -antes de la contienda, en verdad, en los desórdenes y la polarización política durante la República- y lo dejó a él en una tierra de nadie. Pero, a pesar de ello, y a saber lo vulnerable y aislado de su posición, fue leal a ella hasta su muerte. Ésta era impracticable en aquella situación de violenta ruptura (le la sociedad y de maniqueísmo beligerante, donde desaparecían los matices y la moderación, pero no era deshonesta. El régimen civil, republicano, democrático, plural, que había defendido en 1930, en la Agrupación al Servicio de la República, no coincidió para nada con lo que se instauró en España a la caída de la monarquía, y eso lo llevó a su angustiada admonición: "¡No es esto, no es esto!". Pero, tampoco era esto una sublevación fascista, y por eso, se abstuvo de tomar partido durante la guerra por ninguno de los dos bandos en pugna, y, luego, de adherirse al régimen que instaló el vencedor.

Cuando Ortega regresa a España, en 1945, lo hace convencido de que el fin de la guerra mundial traerá una transformación de la dictadura. Se equivocó, desde luego, y pagó carísimo ese error, viviendo en España, con largas fugas a Portugal, entre corchetes, vilipendiado, por una parte, por los sectores más ultramontanos del régimen, que no le perdonaban su laicismo, y, por otra parte, escurriéndose como un gato de los intentos de recuperación de quienes querían instrumentarlo, convertirlo en un proto ideólogo de la Falange. Estos intentos llegaron a extremos de un subido grotesco, con la semana de ejercicios espirituales que llevó a cabo la Facultad de Humanidades de la Complutense por "la conversión de Ortega y Gasset", y las campañas sistemáticas organizadas desde los púlpitos para que el filósofo emulara a García Morente, a quien sí tocó el espíritu Santo. Ortega, pese a ese temperamento medroso que Morán le reprocha, resistió la inmensa presión de que era objeto -y no sólo oficial, también de gentes que lo respetaban y que él respetaba- y no escribió una sola línea en que se desdijera de aquellas ideas que llevaron al régimen a dar a la prensa española esta orden que no me resisto a transcribir: "Ante la posible contingencia del fallecimiento de don José Ortega y Gasset... este diario dará la noticia con una titulación máxima de dos columnas y la inclusión, si se quiere, de un solo artículo encomiástico, sin olvidar en él los errores políticos y religiosos del mismo, y, en cualquier caso, se eliminará siempre la denominación de maestro".

Los errores políticos de Ortega no fueron los de un cobarde ni los de un oportunista; a lo más, los de un ingenuo que se empeñó en encarnar una alternativa moderada, civil y reformista, en momentos en que ésta no tenía la menor posibilidad de concretarse en la realidad española. Sus tibiezas y dudas no son para arrojárselas en la cara, como una acusación. Manifiestan el dramático destino de un intelectual visceral y racionalmente alérgico a los extremos, a las intolerancias, a las verdades absolutas, a los nacionalismos y a todo dogma, religioso o político. De un pensador que, por ello mismo, pareció desfasado, una antigualla, cuando la coexistencia democrática se evaporó con el choque feroz de la guerra civil, y, luego, durante la noche totalitaria. Pero, ¿y ahora? ¿Esas ideas de Ortega y Gasset, que fascistas y marxistas desdeñaban por igual, no son en muchos sentidos una realidad viva, actualísima, en esa España plural, libre y tonitronante, que llega a través de los periódicos, cada mañana, a mi kneipe de Savigny Platz? En vez de disolverlo y borrarlo, la historia contemporánea ha confirmado a Ortega como el pensador de mayor irradiación y coherencia que ha dado España a la cultura laica y democrática. Y, también, el que escribía mejor.

Mario Vargas Llosa 1998.

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