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i Viva Montesquieu!

El primer párrafo del apartado que la sentencia de la Audiencia de Madrid contra Luis Roldán dedica a exponer los "hechos probados" es demoledor. El procesado, escriben los jueces, "tras su nombramiento como director general de la Guardia Civil, el 4 de noviembre de 1986, y hasta el 7 de diciembre de 1993, en que cesó su mandato, desarrolló una incesante actividad delictiva amparado en su cargo público". No había forma más contundente de echar un puñado de sal en la peor llaga de la democracia -no sólo de la española- de este fin de siglo: un sistema en el que el desempeño de cargo público puede amparar durante años una incesante actividad delictiva.Son hechos probados. Ante ellos, parece excesiva la euforia de una clase política que, incapaz de poner fin a semejante tropelía, recurre al tópico de que la sentencia fortalece al Estado de Derecho. Faltaría más: si los jueces se inhibieran ante el delito y si sus sentencias no reforzaran el Estado de Derecho estaríamos en pleno despotismo. Pero ésa no es la cuestión, sino esta otra: en la reciente historia de las democracias occidentales, Luis Roldán, con ser en todo excepcional, no es una excepción, sino un síntoma de un fenómeno más profundo y extendido. Como demuestra la experiencia de los años 80 y 90 en Francia, Italia o Grecia -por mencionar sólo a cercanos vecinos mediterráneos- las democracias han incumplido una de sus más altas promesas: ser regímenes en que los cargos públicos actúan sujetos a la ley porque existe un eficaz control de sus actuaciones y una nítida separación y autonomía entre los poderes del Estado, por un lado, y entre el Estado y la sociedad, por el otro. El incumplimiento de esa promesa constitutiva de la democracia resulta crecientemente insoportable para una opinión pública que ya no se conforma con el recuerdo de que siempre ha sido así, con el consuelo de que en todos los sitios ocurre lo mismo o con la simpleza dé que todavía es peor bajo las dictaduras. Algo no funciona en unos sistemas políticos que convierten con demasiada frecuencia la obtención de la mayoría por un partido en razón que justifica cualquier tipo de abuso y de delito. Esa parece ser, en efecto, la raíz del problema: tomar la voluntad de la mayoría como excusa para burlar, o modificar, si el caso lo requiere, unas reglas de juego a las que sin embargo deben someterse todos los ciudadanos. En España se ha producido de manera más acusada que en otros Estados con arraigada tradición democrática el eclipse del Parlamento, devaluado aquí desde el mismo comienzo de la transición. Junto a ello, y debido al secular desprecio que el poder ejecutivo ha mostrado hacia la autonomía de otros poderes, se ha justificado la invasión de esferas públicas y privadas por el Gobierno -central, autonómico, del PSOE, del PP, de los nacionalistas- en nombre de una legitimidad derivada de la conquista de la mayoría. Se ha llegado a argumentar, con aparente seriedad académica, que la acción de los jueces en la fiscalización de la legalidad de los actos políticos significaba la indebida intromisión de un poder no legitimado por las urnas. Más zafiamente, la preeminencia de la mayoría sobre el imperio de la ley se manifestó en la sentencia de muerte contra Montesquieu dictada por un vicepresidente de Gobierno. Pues bien, a trancas y barrancas, la ley ha acabado imponiéndose a una clase política incapaz de controlar la legalidad de las actuaciones de unos cargos públicos protegidos por una solidaridad tribal que considera impertinente cualquier fiscalización y que se revuelve airada contra cualquier exigencia de responsabilidad. Es una lección amarga pero eficaz de que la democracia no consiste en el gobierno de la mayoría, sino en esa obra maestra llamada gobierno moderado" para la que es preciso, según el difunto Montesquieu, "combinar los poderes, regularlos, atemperarlos, ponerlos en acción, poner lastre, por así decir, a uno para que pueda resistir a otro".

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