_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Irak: las verdades del barquero

Cuando uno sopesa lo que se ha dicho y escrito entre nosotros sobre el conflicto que enfrenta a Estados Unidos e Irak, sorprende el general acatamiento que merecen las imposiciones y caprichos de quienes mandan en el planeta. Y sorprende por una razón sencilla: son muchas las dobleces en la política con que EE UU ha obsequiado en las últimas semanas al Irak de Sadam Husein.La primera de ellas la aporta la condición, tan inesperada como desmesurada, de las medidas desplegadas por Estados Unidos. El argumento, esgrimido para justificarlas -el presunto incumplimiento por Irak de resoluciones relativas al desarme del país- más bien parece una excusa. No puede olvidarse, por lo pronto, que Bagdad ha satisfecho en el último lustro un sinfín de exigencias, como las relativas a reparaciones de guerra y trazados de fronteras. Ha asumido, por otra parte, la mayoría de los criterios de desarme postulados por Naciones Unidas, de tal suerte que hoy, y conforme a la propia ONU, sólo pueden albergarse algunas dudas -de tono menor y limadas por un exhaustivo sistema de verificación internacional- en lo que atañe a la capacidad futura de Irak para producir armas químicas y biológicas. El carácter satisfactorio del cumplimiento de las resoluciones correspondientes ha sido reconocido por tres de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad: tiempo atrás, Rusia, China y Francia sugirieron que, de resultas, debía asumirse un progresivo levantamiento del embargo económico.

Aun con lo anterior, si se acepta -como reza la propaganda estadounidense del momento- que Irak se está riendo de Naciones Unidas, es obligado preguntarse por qué se acomete precisamente ahora una respuesta contundente a una actitud que, cabe presumir, ha sido constante en la conducta de Bagdad en los últimos años. Y es que para dar cuenta de la política norteamericana de hoy parece mucho más lógico buscar otras explicaciones. Mencionemos entre ellas, a vuela pluma, los sinsabores de una crisis interna producto de los presuntos escándalos sexuales del presidente Clinton, la larga mano de los lobbies proisraelíes, las presiones ejercidas por algunos de los beneficiarios del embargo que padece Irak y, en un plano de mayor enjundia, la decisión final de acabar con el régimen de Husein -ninguna de las resoluciones de la ONU autoriza, por cierto, semejante horizonte- en el marco de un nuevo diseño para el Oriente Próximo que pretende arrumbar la errática política norteamericana.

Pero, y en segundo lugar, éste es el momento de subrayar la enorme rigidez y la magra independencia que parece mostrar el sistema de Naciones Unidas. Si uno se guía por las declaraciones de los portavoces norteamericanos, de poco o nada sirve que, a diferencia de lo ocurrido en 1991 -cuando, al fin y al cabo, lo que se ventilaba era la anexión iraquí de Kuwait-, hoy sean más bien escasos los apoyos internacionales que recibe la agresiva política de Washington. La magnitud de la disensión con respecto a ésta no se ha traducido, sin embargo, en un designio de impedir -si es preciso a través de la revisión de viejas resoluciones- que las amenazas norteamericanas se lleven a efecto. En el trabajo de la ONU pesan mucho, al parecer, los privilegios de los grandes y la anemia que asuela a los pequeños. Entre éstos se impone un trasunto de la miseria desplegada por el Gobierno español: si primero se defiende una solución negociada y más adelante se cuestiona tibiamente una acción militar, al poco se anuncia que, de abrirse camino ésta, se respaldará sin titubeos.

La visible supeditación de la ONU a los intereses de los grandes tiene su mejor signo, y ésta es la tercera verdad del barquero, en eso que ha dado en llamarse doble rasero. Las resoluciones del Consejo de Seguridad producen efectos dispares sobre enemigos y amigos: si los primeros se ven perentoriamente obligados a cumplirlas, los segundos se hallan negligentemente exonerados de cualquier deber al respecto. Uno quisiera saber qué sanciones han padecido unos cuantos Estados que en diferentes momentos optaron por desoír resoluciones condenatorias. Y a fe que la lista es larga. Siquiera sólo sea para refrescar la memoria mencionaré los nombres de Israel, por su ocupación de la Cisjordania, la franja de Gaza y los altos del Golán en 1967; Turquía, en virtud de su invasión del norte de Chipre en 1974; Marruecos, por su anexión unilateral del Sahara Occidental un año después, o Estados Unidos, de resultas de sus invasiones de Granada y Panamá.

En casos como los mencionados, los permanentes incumplimientos de resoluciones se castigan, al parecer, con suculentos privilegios comerciales. La importancia geoeconómica del golfo Pérsico le ha jugado, entretanto, una mala pasada al Irak de Husein, que desde 1990 ha venido a engrosar la nómina de las víctimas, y no ya, como antaño, de los beneficiarios, de esta doble moral. La ceguera de la política norteamericana, o en su caso un aferramiento enfermizo a los caprichos de los aliados locales, ha hecho de este comportamiento un estímulo poderosísimo para el auge del integrismo islámico.

Vaya, en suma, la última verdad del barquero. Para rechazar la prepotencia norteamericana del momento no hay ninguna necesidad de respaldar a un régimen que, como el de Irak, es un redondo acopio de males: sultanismo despótico y militarismo exacerbado se dan la mano con aberrantes represiones nacionales e impulsos imperiales apenas contenidos. Claro que ésta es la hora de recordar que el rechazo de semejante monstruo no estuvo otrora en el guión de unas políticas, las occidentales, que respaldaron a Husein -lo armaron hasta los dientes- en su agresión contra Irán y más adelante se negaron, cuando estaba al alcance de la mano, a derrocarlo. A los ojos de muchos expertos, el dictador iraquí ha sido hasta hace bien poco un razonable baluarte frente a sublevaciones internas y tentaciones intervencionistas como las que alimentan, acaso, Irán, Turquía o Siria.

Con esta antojadiza actitud occidental de por medio, difícilmente puede sorprender que se haya mantenido incólume en los últimos años un embargo que, como casi siempre, ha perjudicado al pueblo iraquí mientras permitía que, con el concurso de mafias, mercados negros y corrupciones, engrosasen las cuentas corrientes de unos gobernantes que no han tenido la oportunidad de elegir. Según estimaciones de las Naciones Unidas, el embargo ha producido ya un millón y medio de muertos, al tiempo que ha condenado a una desnutrición crónica a una tercera parte de los niños iraquíes.

Si he entendido bien a la secretaria de Estado norteamericana, Madeleine Albright, nada de lo anterior importa cuando están en juego los intereses nacionales de su país. Como quiera que en presencia de éstos pasan a un segundo plano las propias resoluciones del Consejo de Seguridad, mejor será concluir que habrá que armarse de paciencia en la espera del día en que muchos soñamos: aquél en que la ONU tome cartas en el asunto de pertrechar una expedición militar y castigar las invasiones estadounidenses de Granada y Panamá, el acoso a que fue sometida la Nicaragua sandinista o el embargo que padece, todavía hoy, la isla de Cuba.

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y uno de los firmantes del manifiesto Todos contra la guerra.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_