Deslegitimación
Las recientes revelaciones sobre la conspiración de guante blanco que Almunia llamó golpismo de salón, provocadas por la defección del conjurado más honorable, merecen algunas reflexiones. ¿Cómo es posible que una pandilla de payasos megalómanos y señoritos golfantes haya jugado de esa manera con el derecho, la opinión pública y la soberanía popular? Ya sé que la conjura de estos necios fracasó al final, como no podía ser menos. Pero a punto estuvo de imponer su chantaje (como revela la audiencia que concedió el presidente González al emisario del muñidor) y, desde luego, forzó con presiones espurias la alternancia del poder. ¿Qué fallos institucionales explican el éxito increíble de aventuras tan irresponsables?¿Es preciso rehacer nuestras instituciones?: no lo parece, pues la debilidad que demostraron ante la necia conjura no era congénita, sino adquirida. Quiero decir que nuestra democracia no nació débil, sino que se debilitó sólo después, como resultado de las extralimitaciones y los abusos de poder. Por eso, como la corrupción deslegitimó las instituciones, los conjurados apenas encontraron resistencia en sus esfuerzos por desvirtuarlas, someterlas o instrumentarlas.
Sin embargo, la peor consecuencia actual de aquella conjura es la ineluctable deslegitimación que recae sobre su principal beneficiario: el flamante presidente Aznar. Y con esto no pretendo discutir la limpieza legal de los comicios que le llevaron al poder, hace casi dos años, sino la falta de propiedad, escaso peso político y nula autoridad moral con que hoy lo ocupa. En efecto, se acerca el momento de hacer balance tras dos años de las últimas elecciones generales, cuando el ecuador de la presente legislatura se traspase. Por eso cabe esperar pomposas campañas oficiales de agitación y propaganda, glosando las gloriosas hazañas del milagroso Aznar. Pero, como sucedía con el Nodo franquista o la campaña fraguista de los 25 años de paz, nadie más que los adictos o los ilusos les prestará crédito alguno, pues los demás no se las creerán. Y es que, efectivamente, el presidente Aznar parece incapaz de adquirir por sus propios méritos alguna legitimidad.
El gran patriarca académico de la sociología política, Seymour Martin Lipset, definió las dos dimensiones de la razón democrática como eficacia y legitimidad: de poco sirve presumir de éxitos, por nominales o aparentes que resulten, si no se adquiere el crédito suficiente. Por lo que hace a la eficacia del Gobierno Aznar, nadie cuestiona la evidente estabilización económica, aunque sea en buena medida exógena. Pero la estabilización es un instrumento que sólo se justifica si genera crecimiento y desarrollo, y éstos hasta ahora no han afectado más que al beneficio empresarial o rentista, pero no al empleo ni al ingreso salarial. Por lo demás, la ineficacia en áreas como Justicia, Fomento y Cultura es tan manifiesta que parece suicida mantener a sus titulares contra el interés de los electores.
Queda la legitimidad, cuyo balance es mucho peor. La legitimidad de origen con que Aznar llegó al poder era ser el único mal menor que podía sustituir a González. Pero esta legitimidad no era suya propia, sino prestada por la necia conjura que el desertor Anson acaba de denunciar. En cuanto a la legitimidad del ejercicio, hasta ahora es exclusivamente negativa. El juego sucio, la arbitrariedad, el intervencionismo, la extralimitación y el abuso de poder han sido los principales recursos esgrimidos por Aznar. Así que sólo quedaría, para legitimarle, su mérito personal. Pero en este terreno no parece sentirse muy seguro el señor Aznar: así lo revelan su pinza con el PNV contra un Mayor Oreja que podría hacerle sombra y su necesidad de rodearse de mediocres a cuyo lado parecer alguien. Pero lo malo no es esto, pues allá el señor Aznar con sus inseguridades. Lo peor es que, mientras tanto, la democracia continúa deslegitimándose y nuestras debilitadas instituciones permanecen inermes, prestas a ser asaltadas por aventureros sin escrúpulos como Ramírez o Conde.
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