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Sol de invierno

De septiembre a diciembre el tiempo pasa raudo, como si nos deslizáramos por un tobogán. Casi todos nos damos cuenta del extraño fenómeno, de modo que al final del verano solemos decir aquello de "en cuanto nos descuidamos, Navidad". Y nos quedamos tan panchos. Entre los meses de enero y abril ascendemos por la cuesta en sentido contrario, hacia arriba, resbalándonos por la nieve y tirando del trineo. Nadie sabe por qué suceden estas cosas, pero es así.Si las calles de Madrid se colapsan en diciembre, los atrapados mostramos una predisposición a la benevolencia: "Claro, las fiestas, ya se sabe". Si se colapsan en febrero por la propia naturaleza municipal de las cosas, si se colapsan por culpa de los taxistas, las ovejas reivindicativas, los mineros, los agricultores, la paciencia ciudadana resulta más imperfecta, no sirven de demasiado consuelo las invocaciones interiores a la democracia y los sacrosantos derechos a manifestarse que de ella se desprenden. La vida nos pesa, los días reptan, el ansiado estío parece replegarse, morbosamente juguetón, a medida que pugnamos por correr hacia él y arrojamos en sus brazos.

Por otra parte, esa escafandra o claraboya gris que nos cubre mayoritariamente este invierno no ayuda a pogresar. Remacha la parálisis. ¡Hombre!, unos bonitos cromatismos grises, de vez en cuando, incluso con lluvia, no están mal. Limpian la atmósfera, la cabeza, el espíritu. Bien, de acuerdo, pero sin pasarse. Santiago de Compostela es una ciudad que pide a gritos firmamentos grises. Allí el orballo le hace sentirse a uno at home (en casa). Es lírico, literario. Aquí lo llamamos "calabobos", término ni lírico ni literario, y aumenta la miseria de nuestros aconteceres.

Por eso, cuando llega el sol, ¡ooooooh!, cuando llega el sol la ciudad revive, todos revivimos un poco, y éste es un buen momento para afirmar, no sé si trascendentemente, que, de todos los dioses hechos a imagen y semejanza del hombre, el "astro rey" es el más inteligible: él sabe escribir con los renglones derechos. El pintor británico Constable buscaba, en su país verde y grisáceo, la luz diurna de Dios Todopoderoso". Su colega, compatriota y coetáneo Turner tenía una casamata en la campiña para acechar la salida del sol. Fue aún más lejos: se dice que sus últimas palabras fueron: "El sol es Dios". A Van Gogh, el sol de Auvers-sur-Oise le estallaba dentro del cerebro demente y genial, explotaba en sus lienzos como un obús de vida.

El bendito sol de Madrid, cuando aún se digna salir, transfigura por turno hasta las viejas calles, las casas leprosas, las cochambres. Bajaba yo la otra mañana por la depauperada calle del Barco, y penetraba en ella el sol. Los geranios en el balcón de una casa a mano derecha, incendiados por la luz solar, ponían una nota reconfortante de color y esperanza. Un detalle, una ráfaga, como la vida misma, pero menos da una piedra. Y un par de horas después desembocaba desde la calle del Biombo, sombría, en la del Factor, totalmente preñada de luz. La catedral de la Almudena refulgía al sol y me quedé un rato contemplándola, embobado, desde el pretil. Había perdido su aire pastelero, parecía un gran templo histórico de la cristiandad, y me descubrí mentalmente. La horripilante valla de cemento que han alzado en la Armería, junto a las dependencias de palacio, perdidas de andamios, no se me antojaron demasiado ofensivas y me solacé mirando con toda clase de buenos sentimientos el jardín que desciende hasta Bailén, por el que tanto me preocupé durante la obra. Está bien restaurado, tan bucólico como antes y doy la enhorabuena al alcalde; nobleza obliga.

Y el sol vespertino. Días atrás estaba esperando el 27 en la parada de Cánovas del Castillo próxima al Ritz, y allá enfrente, colándose entre el Palace y el edificio de la Sudamérica, nos inundaba el sol. Fui feliz mientras duró. Los días se van alargando ya prodigiosamente, y ese sol vespertino, cuando brilla, colándose por los Caños Viejos, la plaza del Alamillo, la Morería, el viejo Magerit todo, y luego "la tarde se prolonga más allá de sí misma, y la hora, contagiada de eternidad, es infinita, pacífica, insondable...". Juan Ramón dixit: "En Madrid, con sol, todo es posible".

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