Un ejemplo de entereza
Tuve algún encuentro fugaz con él antes de encontrarlo en el Gobierno que se formó, tras las primeras elecciones, el 4 de julio de 1977. Fue en ese Gobierno, en que él era vicepresidente político, donde le traté y empecé a conocerle, sobre todo durante la discusión y desarrollo de los Pactos de la Moncloa.No era fácil conocer a Fernando Abril; reservado, hosco con los que no conocía o con aquéllos de los que desconfiaba, exigente con los demás en la misma medida en que lo era consigo mismo, adusto de gesto y de palabra, no intentaba ganar el aprecio de nadie con formas de simpatía, sí se lo ganaba cuando se sabia apreciar su honestidad fundamental, su coherencia intelectual, su lealtad, sin sumisión, hacia sus amigos o sus superiores.
Su capacidad de negociación y de buscar incansable el compromiso, allí donde parecía que sólo cabía el enfrentamiento sin solución, fueron dotes de enorme valor y eficacia a la hora de negociar el paradigma de la transición: la redacción de los puntos más difíciles de la Constitución. De las interminables vigilias, mano a mano, con Alfonso Guerra, salieron los pactos necesarios para sacar adelante los acuerdos atascados, y una amistad a la que fue fiel. No creía en las grandes palabras, sí en las soluciones prácticas a las que le llevaban su obstinado pragmatismo y su capacidad para meterse hasta el fondo de cada asunto del que se ocupaba. Y cuando un asunto parecía torcerse o no tener solución, él seguía terco buscándola. Me parece que lo estoy viendo moviendo las manos, como el que moldea el pan o la arcilla, y diciendo con su acento valenciano "este asunto hay que amasarlo, darle tiempo, amasarlo".
En mis tiempos políticos, algunas veces discutí con él, otras discrepé de lo que hacía, pero siempre supe que para él la política era un campo que tenía sus propias reglas en las que no cabía mezclar simpatías o antipatías, preferencias o rechazos personales, y Fernando Abril jugó el juego político de una forma coherente, leal, sin concesiones. Su salida del Gobierno, su crisis fue el principio de la crisis de su gran amigo Adolfo Suárez y, también, de la UCD. Fernando Abril simboliza de alguna manera, con Adolfo Suárez, la grandeza de aquel dramático tiempo político de la transición desde una dictadura a una democracia, y también el esfuerzo baldío de intentar que UCD fuera realmente un partido. Estoy convencido que él supo, antes que otros muchos, que culminada la transición política el precio del objetivo conseguido era, para sus protagonistas, el retiro de la primera fila de la escena pública. Y así lo hizo.
He compartido con él casi cinco años de vida profesional. Seguía siendo el mismo Fernando Abril. Cuando se supo mortalmente enfermo, no cambió ni su carácter ni su modo de estar, ni rehusaba llamar a su enfermedad por su nombre. Dio un ejemplo de entereza y de valiente y serena aceptación de su destino. Y hasta el final, hombre lleno de sí mismo, de sus creencias y de su vida con los suyos, defendió el derecho a vivir su enfermedad y su muerte como había vivido su vida sin debilidades, sin concesiones, fiel a sí mismo hasta el último momento; ganándose, una vez más, el admirado respeto de todos.
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