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Tribuna
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Síndrome

Tenemos nuevo madrileño ilustre: el señor David del Val Latorre, un chavalín de 28 años que le ha vendido su negocio al supergafotas de Microsoft. Se habla de 10.000 millones, pero él, humildemente, rebaja sin precisar esta cifra y además ya se ha encargado de aclarar cuánto esfuerzo y dedicación le ha llevado alcanzar la gloria: que se lo merece, en suma, por listo y trabajador, cualidades a las que yo quiero añadir una formidable capacidad de mimetismo y también un gran dominio de la trama, puesto que en muy pocos meses ha sabido adaptarse a su nueva situación y ya es capaz de pensar en el dinero a la manera del nirvana: esto es, displicente, perezoso y como si el asunto no fuera con él.Y yo, entretanto, me consumo de envidia. Nada importante, espero, aunque sí lo suficiente como para reaccionar sin complejos y dirigir a mi adversario un buen gancho en el mentón: ¡la de abogados que te han caído encima, amigo! Hasta para regar las plantas vas a tener que recurrir a ellos, y sabido es que los maletines de esta gente llevan dinamita.

Además de eso, te van a salir gestores e intendentes por todas partes, te van a pedir autógrafos, te van a dar la tabarra con la Bolsa, te van a obligar a cenar con los Albertos, y así, durante años, hasta que un día te despiertes hecho polvo en una cámara de comercio y descubras que le das pena a todo el mundo, como le ocurrió a Howard Hughes o al Tío Gilito.

No he estado, lo que se dice, muy amable, cierto, pero tampoco se olvide que él ha sido el primero en jugar sucio. Él, con sus cuentos de hadas y su éxito asfixiante. En este caso, sin embargo, ha pinchado en hueso, porque yo soy un experto en millonarios y sería la primera vez que se me resistiera uno.

Por otra parte, quiero recordar a todos que este señor se ha saltado a la torera los galones de la vida y que me ha dejado, por expresarlo técnicamente, con el nalgatorio al aire, salva sea la parte. Del Val tiene 28 años, y eso significa que cuando él, mero lactante, empezaba a manejar el sonajero, yo ya conocía por sus nombres de pila a todas las chicas desnudas que aparecían en las revistas de Oliva, el repetidor, y que cuando él estaba haciendo la primera comunión yo ya había pedido una prórroga para escabullirme de la mili. Compárese el currículo.

Y ahora, de repente, aparece él con una oficina en el petate, la vende por una millonada y me deja en evidencia. Cosas que pasan. Pero no importa: le perdono, le permito quedarse con el dinero y le deseo lo mejor, por más que no encuentre razón a la esperanza. Dice David del Val: "No voy a dejarlo ahora. Malo sería que a mis 28 años ya me retirara". Bueno, bueno, qué desastre: a eso le llamo yo padecer de las cervicales. ¡Todo lo contrario, hombre!, todo lo contrario.

De hecho, lo mejor de este mundo es retozar, mirar con desdén a los relojes, desafiar su inmenso poder, tumbarse a la bartola y vivir a pierna suelta. Y por eso existen las quinielas, qué narices.

Sin embargo, Del Val prefiere seguir con el trabajo, vivir bajo su yugo, y el caso me invita a reflexionar: ¿qué tipo de educación están recibiendo los jóvenes de hoy día?, me pregunto. ¿Nadie les ha explicado que eso de "no hacer nada", verdaderamente, es hacerlo todo? ¿Que las fortunas están hechas para ser dilapidadas? Se deduce que no, y a la vista de los hechos, retiro lo dicho: ya no siento pelusa por su éxito; no le guardo rencor. Qué digo, rencor: lo que siento es duelo, compasión, y desde luego no está en mi ánimo seguir hurgando en su herida. Bastante cruz lleva a cuestas.

Así de tristes son las cosas: se empieza de pequeñín con un PC jugando a los marcianos y se termina traficando con el mismísimo Bill Gates. Y en medio, un camino de espinas: el jardín de infancia, BUP, la licenciatura, una beca, un master de guapo en Stanford, y así sucesivamente, hasta que el Sillicon Valley abre sus fauces y se traga a tu chico para siempre. Y lo peor de esta historia no es su final amargo, no; lo peor es el ejemplo que se le da a los niños. Sin duda, estamos tocando fondo.

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