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Tribuna
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Camellos

Adoro el archipiélago canario, ¿quién podría resistir su hechizo? Como Humboldt, me he asomado al éxtasis no sólo en el valle de la Orotava, sino en muchos otros parajes de Tenerife, isla-continente-caleidoscopio, donde, subiendo hacia el Teide, pasamos del mar, la playa y las chumberas a los castaños, a los bosques de pinos, al malpaís, a la soledad cósmica de los basaltos y el viento selenita de las altivas cumbres. Un día nos asomamos a cualquier atalaya en el monte de las Mercedes y el paisaje avizorado se ha vuelto, misteriosamente, asturiano. Otro, camino de Tegueste (los amigachos nos esperan en la plaza de San Marcos para cantarnos aquello del Ciprés de Tegueste), en un crepúsculo ennubarrado, Guipúzcoa nos contempla desde los montículos paralelos a la carretera. ¿Y Lanzarote? Belleza inefable, obra del mismísimo cosmos y del hombre, sobre todo un hombre, César Manrique. Taro de Tabiche, blanco de cal, negro de lava. Jameos del Agua, síntesis insuperable de naturaleza y arte. Cueva de los Verdes, a la que César llamaba siempre "capilla sixtina del arte contemporáneo"; Mirador del Río, sobre buitres y cuervos, contemplando la isla de La Graciosa; La Geria, Guatiza, Haría, salinas del Janubio, Los Hervideros, la Laguna Verde. Y Timanfaya, la Montaña de Fuego, con su variopinto, extratelúrico Valle de la Serenidad. Los pobres camellos, sube que te sube, baja que te baja, desde Yaiza, con un turista obeso a cada lado de la jiba.Las siete islas me chiflan, aunque no tengo espacio ni sea éste el sitio adecuado para cantar, siquiera someramente, sus individualidades alabanzas. Las siete islas constituyen, sí, un paraíso, pero a base de permanecer quietecitas en el lugar que les asignaron el Big Bang y su evolución ulterior. Donde no han pintado nada es en la plaza Mayor de Madrid. ¿Qué sentido posee la autorización municipal para este desacato al vecindario, al entorno, la historia y la lógica? ¿Qué justificación, existiendo hermosas explanadas y pabellones en la Casa de Campo y el Parque Ferial Juan Carlos I, y cuando, por cierto, el archipiélago acaba de estar más que suficientemente representado en Fitur? Y no lo digo por chovinismo, desde luego, que nosotros, los madrileños, "no somos eso", como diría nuestra Sarita nacional e internacional. Lo digo porque esas dos carpas, grandotas, blancas, desangeladas, fofas, han constituido toda una provocación en el paisaje austria de la histórica plaza. Y lo digo también porque, como "canario que habla" (tengo una placa en mi casa que acredita tal condición, pasen a verla cuando quieran), no me parece que esa cosa tan de campo de refugiados represente con dignidad al archipiélago prodigioso, lujuriante, lúdico.

Tuvo toda la razón para protestar, en ésta y otras muchas ocasiones, el sufridísimo vecindario de la plaza, tan vapuleada por las sucesivas administraciones municipales. Cualquier certamen más o menos paleto (casi siempre, más), cualquier prueba seudodeportista patrocinada por intereses publicitarios, cualquier desmán musical para jóvenes airados o hilariones viejecitos encuentra en la plaza Mayor su asiento, conturba el sueño y la vida de sus residentes. No hay derecho, pero ya se sabe, quien manda, manda, argumento facilísimo de comprender por patético. En cuanto a los estragos, ¿qué me dicen de los 144 clavos gigantescos que, según las crónicas, horadaron el pavimento para el montaje de las carpas? ¿Y los servicios para señoras y caballeros, qué? ¿Se han excavado pozos negros en el sacrosanto suelo de nuestro ágora más tradicional?

El volcán daba mucha risa, sobre todo después de haber evocado Timanfaya. El presunto viaje por sus entrañas consistía en asomarse un momento a la puerta y contemplar unas cenicillas que podrían haber sido donadas por las vecinas más provectas de la zona tras calentarse las piernas con el cisco (de herraj, por supuesto) de sus braseros. El que sí me cayó bien fue el infeliz camello, arrodillado humildemente a los pies del caballo de Felipe III hasta que su cuidador le instaba a dar una vueltecita por el mínimo recinto vallado transportando, ¡menos mal!, parejas de arrapiezos casi tan aburridos como él. Sin embargo, que quede claro que mis sentimientos hacia el camello no justifican la camellada que allí se perpetró.

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