El último vuelo de los soldados
Los dos soldados del Servicio de Búsqueda y Salvamento del Ejército del Aire mantenían un aire marcial. Tras bajar desde un helicóptero militar, se movían entre los esquirlas del fuselaje sin desperdiciar un paso. Escrutaban los restos, daban órdenes al resto de efectivos por los radiotransmisores y ayudaban a recuperar los cadáveres de sus compañeros sin pestañear. Era su trabajo. Uno de ellos, en un gesto de humanidad, había depositado su casco encima de lo que fue el rostro de un aviador. Alguien se le acercó entonces y le dijo: "Al menos han muerto en acto de servicio". El soldado, sin abandonar su tarea, le contestó: "¿Y de qué les ha servido?". Luego, silencio.No se cruzaban muchas palabras allá arriba entre los 25 efectivos destacados en La Manotera. Sobre la nieve, sucia de queroseno, cada uno cumplía su tarea. Los bomberos de la Comunidad recogían los cuerpos, la Guardia Civil (la primera en llegar) vigilaba el lugar, los soldados dirigían el traslado de sus compañeros. Todo giraba en torno al avión estrellado. Su presencia, pese a la fuerza del choque, apenas había alterado el agreste paraje. Sólo un roble, partido por la mitad, había sentido la fuerza de la caída. El resto mantenía bajo el sol un esplendor ajeno a la tragedia. En este paisaje, a veces, se formaban corrillos para coordinar los trabajos. Y entonces, los equipos de salvamento se permitían un comentario: "Dicen que era el último vuelo de los soldados", decía uno. "Como si hubiera sido el primero", respondía otro. Tras cuatro horas de trabajo, a las 16,30, un helicóptero se suspendió encima del monte, lanzó una polea y recogió los cadáveres. Los restos del avión quedaron abajo.
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