Tres hogueras mediterráneas
"La combinación de inestabilidad política, fundamentalismo y acceso a las armas de destruccíón masiva en el Mediterráneo pueden generar un creciente reto estratégico" para Europa, sus socios y la Alianza Atlántica, declaraba recientemente uno de los políticos europeos más perspicaces, el ministro alemán de Defensa, Volker Ruhe. Reclamaba, en consecuencia, que Europa utilice su poder político y comercial "para ejercer influencia en la región".Ruhe ponía el dedo en la llaga. La ya vieja profecía de Samuel P. Huntington según la cual el enfrentamiento entre bloques ideológicos de la guerra fría sería sustituido por un multiforme choque de civilizaciones, en las que las líneas divisorias responderían más a fracturas étnicas, religiosas y nacionalistas que a la disparidad de modelos económicos, ha doblado ya la esquina de la realidad.
Al menos eso parece desprenderse de las tres hogueras -Oriente Próximo, Argelia y Turquía- que estos días están convirtiendo al Mediterráneo en una de las zonas más calientes del planeta. No es una exageración. El bloqueo del proceso de paz en Oriente Próximo a cargo del Gobierno ultra de Tel Aviv amenaza con retroalimentar a los extremistas palestinos. La proliferación de masacres en Argelia (contabilizadas ya unas 60.000 víctimas en cinco años) exhibe el riesgo de reeditar, bajo distinta forma, el drama de Bosnia. Y el anexionismo turco de la zona chipriota militarmente ocupada por Ankara desde 1974 puede desembocar en una aguda crisis esta primavera, cuando lleguen a la isla los misiles comprados a Rusia por el Gobierno legal de Nicosia.
Las tres hogueras crepitan de forma diversa. Pero la leña que las alimenta se parece como una gota de agua a otra. Y su utilización política es equivalente. Para decirlo rápido y claro, a riesgo de caer en el reduccionismo: las tres situaciones denotan un similar chantaje objetivo a las dos grandes potencias, EE UU y la Unión Europea (UE). Washington y Bruselas se ven así parecidamente atrapadas entre la pared de sus intereses económico-geoestratégicos y la espada del potencial enemigo mayor. Una doble presión que deja poco espacio a la defensa y promoción de los valores democráticos y los derechos humanos por ambas capitales, minando las bases de su fortaleza moral.
En el caso turco, la realpolitik occidental subraya el papel de Ankara como dique del fundamentalismo islámico doméstico y contrapeso frente a los imprevisibles Irán e Irak. Virtud esta última acreditada ya en el pasado con la guerra del Golfo, que extendió a Ankara un cheque casi en blanco (de vigencia, a lo que se ve, permanente), remunerador de su aportación a la estabilidad del suministro energético. Es un cheque también para el futuro, por su papel geoestratégico clave en los accesos a la feraz zona petrolífero-gasística del mar Caspio y del Asia Central. Pero Ankara utiliza también el argumento migratorio, y Europa lo endosa, como acaba de verse con la masiva inmigración kurda a Italia o con la colonia de más de tres millones de turcos residentes en Alemania.
Frente a este múltiple chantaje -geodefensivo, económico y migratorio-, el margen de la UE es estrecho. Por eso, la condena del genocidio a los kurdos, el examen estricto del respeto interno a los derechos humanos, la exigencia del respeto a las fronteras del mar Egeo o de la inviolabilidad de la soberanía del Estado chipriota se plasman siempre con sordina. O peor, colocando el interés material de la amistad con Turquía por encima de la obligación constitucional de la solidaridad con el socio griego, tantas veces torpe en la comunitarización de sus intereses vitales.
Si a eso se le suma la intensa presión norteamericana sobre los Quince a favor de la integración de Turquía en la UE -memoria del Golfo obliga-, resulta que al final sólo una razón falsa e irracional, la pretendida identidad cultural / religiosa de Europa, impide la aceptación por las democracias europeas de la semidictadura militar turca, caricaturesco trasunto del Estado laico y modernizador inventado por Ataturk.
Casi idéntico es el diagnóstico sobre las relaciones con Argelia: Gobierno posmilitar antiislamista; suministro gasístico-petrolífero de primer orden; enormes flujos migratorios a la ex metrópoli, Francia. Con tres variantes: mayor mala conciencia poscolonial, menor implicación de EE UU y sincopadas acciones terroristas de los grupos fundamentalistas en Europa (metro de París). Europa camina entre dos aguas. Temerosa de la importación de violencia en suelo continental y consciente de su dependencia energética, da su apoyo a quien se supone garantía contra los riesgos que generan ambos fenómenos, el régimen autoritario semilegitimado por las urnas de Liamín Zerual. Con el empeño de que sea relativo y no se note en demasía, no fuera que se excitasen los núcleos violentos instalados y socialmente enraizados -aunque sea por vía de exclusión social- en sus capitales.
El chapoteo dubitativo de los Quince se explica adicionalmente por el creciente temor a la zairización de Argelia, un mal Kabila por un lamentable Mobutu, no se sabe a cuál peor. Es decir, que, al final, el conflicto latente desemboque en una mera sustitución de potencias protectoras, de la UE a EE UU, de la francofonía al mundo anglosajón.
El chantaje de Israel, aunque de parecido linaje, ostenta características muy específicas. Internamente se trata de una democracia formalmente más homologable, aunque esté instalada en la vocación militar y en un más o menos patente racismo de Estado. Políticamente, las causas de la implicación de las potencias occidentales, sobre todo de Estados Unidos y Alemania, son tanto o más histórico-morales que geoestratégicas o económico-energéticas: el recuerdo siempre vivo del horror al holocausto.
Pero sobre todo la diferencia estriba en que mientras con Turquía y Argelia es Europa la prisionera, en Oriente Próximo ese poco honroso papel lo ocupa EE UU. Baste analizar la aparente parálisis de la Casa Blanca y del Departamento de Estado ante las recientes amenazas del Gobierno de Netanyahu y ante su renovada complicidad con los sectores más ul-
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tras del Partido Republicano. Como anunció Chemi Shalev, columnista de Maariv, el primer ministro israelí se dedicó antes y durante su último viaje a Washington a "reclutar aliados" entre la élite norteamericana para segar la hierba al intento del presidente Bill Clinton de obligarle a cumplir los compromisos sobre una retirada creíble de Cisjordania, paso inexcusable para reinsuflar nueva credibilidad al proceso de paz.
La agit-prop desplegada por el enviado especial de Tel Aviv, Dore Gold, entre políticos y destacados representantes de la influyente comunidad judía resulta doblemente chocante. Se realiza contra el Gobierno de un país acostumbrado a dictar su ley, incluso con efectos extraterritoriales -como en el caso de la Helms-Burton sobre el embargo a Cuba-, y sin generar protestas oficiales. Y además se erige en amenaza e injerencia mucho más descaradas que las emprendidas por Argel o Ankara contra Bruselas. Pero como se trata del imperio, nadie parece echarlas en cuenta.
Así están las cosas y el mínimo pragmatismo exige reiterar que el margen de maniobra en las tres crisis resulta estrecho. Concedido este atenuante, cabe al menos exigir tanto a la UE como a EE UU tres comportamientos en su manejo. Primero, no cometer errores diplomáticos, como los de la presidencia británica en la preparación del envío de la troika a Argel o los de la anterior presidencia luxemburguesa ofendiendo verbal y estérilmente a Ankara. Segundo, mayor firmeza en la defensa de los valores democráticos, de los derechos humanos y de los principios del derecho internacional. Tercero, más hábil empleo de las propias bazas, mediante una estrecha coordinación EE UU-UE -como reclama la Comisión, al exigir un puesto para Europa en todas las negociaciones sobre Oriente Próximo- y la condicionalidad de la cooperación económica: sólo en ayuda militar-logística, EE UU regala anualmente medio billón de pesetas al Estado de Israel. ¿Debe eso continuar así en ausencia de respuestas más flexibles por parte de su Gobierno?
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