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Cuando el 'método Wojtyla' se exporta a Cuba

Desde el comienzo de su pontificado, hace casi veinte años, Karol Wojtyla ha soñado con poner rumbo a Cuba. Cuando en 1979, a los ocho meses de su elección, el Papa polaco volvió a su país natal, no hacía más que empezar su combate a favor de la democracia y de los derechos humanos -a los que el catolicismo se sumaba tras haberlos combatido tanto-. Mimaba a los países afligidos y a los creyentes perseguidos en Polonia, pero también en Ucrania, en Lituania, en Vietnan, en China y, claro está, en Cuba.El combate a favor del hombre -del que hizo desde su primera encíclica el camino de la Iglesia- se convertía en el horizonte de un Papa ambicioso y con un destino excepcional forjado en las dos experiencias totalitarias del siglo XX, la nazi y la comunista. La primera mitad de su pontificado, hasta la caída del muro de Berlín en 1989 y el hundimiento de los regímenes duros de América Latina (Haití, Brasil, Chile) o de Asia (Filipinas), se identificaría con la contribución de la Iglesia católica al combate por la libertad y los derechos humanos. Puesto a prueba en Cracovia durante 30 años de sistema comunista, el método Wojtyla descansa en una hábil dosificación de oposición intransigente -en la línea de Wyszynski, el antiguo primado de Polonia muerto en 1981- y de ductilidad diplomática, según la antigua ostpolitik de Pablo VI y del cardenal Casaroli, que multiplicaba las visitas relámpago al otro lado del telón de acero.

Juan Pablo II añade un toque personal: la afirmación de los derechos que son propios de una nación, de los atributos de la cultura y de la memoria en "sistemas" estatales siempre contingentes. La religión, en particular, es para él un espacio de resistencia política en el que se cultiva todo lo que el comunismo pervierte: la historia, la verdad, la ética, la solidaridad. En su momento se ironizó mucho acerca del culto a los aniversarios, las peregrinaciones y los santos de este Papa tradicional. En realidad, lo que estaba haciendo era rehabilitar la historia de unos países comunistas a los que se había despojado de la memoria, en los que hasta las palabras estaban trucadas, en los que la mentira se convertía en arte de gobernar.

¿Va a reeditar el Papa esa experiencia, esta vez en Cuba, un país donde su viaje representa ya una hazaña física y diplomática?

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Cuba no es la Polonia del Caribe. Aunque la visita de Juan Pablo II a la tierra de Fidel Castro despierta la esperanza en una población ahogada, agotada por las restricciones materiales y las quimeras ideológicas, se cometería un molesto contrasentido si se resucita el tópico desgastado de un Papa que dinamita, a su manera, el sistema comunista y si se cree que hoy hará de Fidel Castro lo que ayer hizo de Jaruzelski.

Al igual que en la Polonia comunista, en Cuba la Iglesia, cercana a una población que ha sufrido muchas pruebas, defiende su espacio vital escudada tras unos primados que han sufrido arrestos y privaciones de libertad. Tanto el primado polaco, un resistente, como el cubano, un negociador, han luchado con todas sus fuerzas para ampliar los derechos de los creyentes y su influencia en la sociedad. En ambos casos también la sombra de un poderoso vecino (soviético en el caso de la Polonia comunista, y americano en el de Cuba) marca casi todo el juego político e ideológico.

Pero toda analogía acaba ahí. Cuando Juan Pablo II volvió en 1979 a su patria, Polonia era más rica y vivía una relativa transición liberal que no conoce la Cuba de hoy. En la isla caribeña, la Iglesia no tiene ni la fuerza numérica (es minoritaria si se tiene en cuenta la supremacía de los cultos sincréticos), ni la raíz patriótica (su origen español hace que se la conciba como extranjera), ni la capacidad de movilización popular propias del catolicismo polaco bajo el régimen comunista. La Iglesia apenas goza de apoyo entre la clase obrera y entre los intelectuales laicos. Y si bien es cierto que los creyentes cubanos han pagado el precio de la represión y del ateísmo del régimen castrista, los templos nunca han sido cerrados, jamás ha habido numerus clausus para el ingreso en los seminarios, nunca ha dejado de haber relaciones diplomáticas con el Vaticano, y Roma ha podido nombrar en todo momento a sus obispos.

Aunque no se trata del mismo caso, cabe apostar, sin embargo, que en Cuba el Papa se erigirá en portavoz de las aspiraciones a la libertad, al pluralismo democrático y apoyará a una Iglesia del silencio que carece de acceso a la prensa, a la televisión, al sistema educativo. Y, aunque la ideología oficial de la Iglesia se ha acomodado en ocasiones, tampoco hay que olvidar sus imprecaciones de otros tiempos contra las doctrinas científicas que, al eliminar toda referencia a Dios, han creado sistemas de sometimiento del ser humano. Estas máximas tan clásicas de Wojytila han dado, al cabo de 20 años, toda su coherencia intelectual, teológica y política al pontificado. Pero reducir el viaje a una nueva cruzada contra el marxismo equivaldría a olvidar que, especialmente tras la caída del muro de Berlín, el discurso papal es ahora tan antiliberal como ayer fue antisocialista.

Karol Wojtyla ha sacado toda las lecciones posibles de las experiencias del comunismo difunto y de un poscomunismo que, en Europa del Este, jamás ha correspondido al que él había imaginado. Encíclicas como la Centesimus annus (1991) o Splendor veritatis (1993) son el gozne de su evolución intelectual.

Frente a los retos que plantean los nuevos modelos de secularización, la resurrección de los nacionalismos o la dominación de la ideología liberal globalizadora, el Papa afirma que el fracaso de las soluciones marxistas y colectivistas no autoriza al sistema capitalista a comportarse como le venga en gana, así como que la crisis de las democracias se deriva precisamente de su incapacidad para establecerse sobre principios de justicia social, de moralidad y de primacía de la persona.

En otras palabras, Juan Pablo II no coloca en el mismo plano comunismo y liberalismo, pero hace notar que el modelo liberal no es, al igual que el comunista, el fin de la historia.

Una densa biografía del Papa, escrita por Karl Bernstein y Marco Politi, publicada en 1997 con el título Su Santidad, revela la existencia de un acuerdo (que debió producirse en los años ochenta) entre la Administración de Reagan y el

Vaticano, por el cual Estados Unidos apoyaría a la Iglesia polaca a cambio de que el papado condenara la teología de la liberación en América Latina.

Una explicación tan tosca da escasa idea de la finura de la diplomacia pontificia y de la historia personal de un hombre del que Mijail Gorbachov ha dicho en una reciente entrevista que su lucha contra la occidentalización del mundo le convertía en "el hombre más a la izquierda del planeta". Más modestamente, el Papa no hace más que situarse en la línea de la doctrina social de la Iglesia, que desde el siglo pasado y el pontificado de León XIII (1878-1903) es la fuente de la mayor parte de las fórmulas de una tercera vía entre el capitalismo y el socialismo. ¿Acaso no nos sorprendió, en una entrevista a la Stampa en 1993, al afirmar que el sistema comunista no carecía de algunas virtudes: justicia social, preocupación por los pobres, etcétera?

Se puede apostar a que en La Habana, a menos de 200 kilómetros del país que posee la llave del porvenir económico y político de la isla y de una Florida que alberga una comunidad cubana en el exilio que exige el mantenimiento del embargo, la retirada de Castro y el regreso a un sistema ultraliberal, los llamamientos del Pontífice no van a ser de dirección unilateral.

Henri Tincq es especialista de religión del diario Le Monde.

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