El dolor y la moral
La muerte de Ramón Sampedro ha vuelto a activar el debate en torno a la necesidad de regular jurídicamente la eutanasia. Debate nunca del todo cerrado en las sociedades actuales, apasionante e imprescindible, que hay que enfrentar con valentía y al margen de todas las hipocresías. Sin embargo, ese asunto no debería ocultar otro que, personalmente, me parece tan trascendente o más si cabe que el anterior, puesto que nos afecta a la práctica totalidad de los seres humanos, y en torno al cual apenas se alza, de vez en cuando, alguna leve voz. Me refiero a la manera en que la medicina afronta el dolor de los enfermos. El dolor en la enfermedad y el dolor a la hora de la muerte.Hace algunos meses, una relevante encuesta realizada por el Club de Lectores ponía de relieve que morir con sufrimiento es una de las mayores preocupaciones de los ciudadanos españoles. Durante siglos, el temor a la muerte y el luto de la pérdida, tan arraigados y a la vez tan extraños para el espíritu humano, han justificado la organización religiosa y, en consecuencia, la organización social de nuestro mundo. Los espíritus religiosos de todos los tiempos se han preparado para el bien morir, intensa expresión que implica la aceptación más o menos serena -por parte del moribundo y de sus allegados- del dolor final. Pero la descreída sociedad contemporánea, como pone de relieve esa encuesta, va un paso más allá. 0 más acá, según desde donde se mire. Ya no se cuestiona el después de la muerte. Al menos no lo hace en voz alta. Probablemente ya no le teme al infierno, aunque tampoco confíe demasiado en el cielo. Tampoco cree que el mundo sea un valle de lágrimas. Y en ese contexto, el sufrimiento, especialmente en los momentos finales de la existencia, ha perdido su valor trascendente. Ya no puede justificarse como el dolor elegido por Dios para sus criaturas, el dolor imprescindible antes del gozo supremo y definitivo. Ya no puede ser moneda de cambio. Es sólo vacío. Tortura. Dolor inhumano e inútil.
Sin embargo, quienes hemos tenido la desgracia -inevitable desgracia- en cualquier existencia humana- de ver sufrir y morir a algunos de nuestros seres queridos sabemos por experiencia que esa forma del pensamiento contemporáneo no siempre se refleja en el trato dado por la medicina a los enfermos. No son asuntos sobre los cuales tengamos la costumbre de reflexionar, tal vez porque la sola idea del sufrimiento y la muerte nos aterra tanto que solemos alejarla de nuestra actividad cotidiana. Pero, cuando el tema nos afecta personalmente, nos damos cuenta de que también en ese terreno existen conceptos y usos morales (y jurídicos, por supuesto) de muy distinto signo. Y a menudo lo comprendemos demasiado tarde, cuando ya estamos en manos de quien sostiene creencias diferentes de, las nuestras, y difícilmente podemos dar marcha atrás: aún hay médicos en nuestro país, muchos médicos, que se niegan a recetar morfina a enfermos torturados por dolores insoportables, ni siquiera cuando su enfermedad está en fase terminal. Y muchas clínicas privadas y plantas enteras de hospitales públicos donde la ideología de los jefes o el temor a posibles complicaciones o el simple funcionamiento de la maquinaria hacen que los moribundos no sean sedados y tengan que padecer los rigores del infierno ante el impotente espanto de los suyos.
Hemos aprendido a exigir que los médicos sean buenos; que cuelguen mumerosos diplomas en sus consultas y gocen de larga reputación. Nos hemos acostumbrado a que se utilice toda clase de avances tecnológicos para diagnosticar nuestras enfermedades, mejorar nuestro estado e incluso alargarnos la vida más allá de lo razonable (y entraríamos aquí de nuevo en el debate sobre la eutanasia). Sin embargo, no solemos reclamar de los médicos ni de los centros a los que acudimos credenciales morales o religiosas que nos permitan saber cómo afrontarán nuestro propio dolor o el de nuestros seres cercanos. Si podemos elegir un doctor o una clínica, lo hacemos por su renombre, porque confiamos en que será el mejor para el caso que nos ocupa, que podrá curarnos o curar a nuestro enfermo o al menos mantener la vida en buenas condiciones el mayor tiempo posible. Pero nunca preguntamos si ese médico o la dirección de ese centro cree que hay que sufrir lo que Dios o los dioses manden; si recetan morfina cuando el dolor se vuelve insoportable; si duermen al agonizante para que su muerte sea lo más dulce, posible.
Acaso vaya siendo hora de que se hable de estos asuntos en voz alta. Hora de que reclamemos respuestas de los profesionales y, si es preciso, también de las leyes. Porque, por fortuna, en este mundo nuestro tan desarrollado se puede vivir y morir con el mínimo dolor posible. 0 vivir y morir como un perro. Mentira: a los perros, como es bien sabido, se les suele poner una inyección cuando están desahuciados. Pero, si hablamos de personas, en cambio, todos miramos hacia otro lado.
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