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Crisis de imperio

Antonio Elorza

Hay un conjuro, útil para ser usado en caso de aquelarre, cuando se quiere que las apariciones tengan lugar de forma súbita: "Kilimiliklik", según Azkue, "Ikimilikiliklik", en la versión de Mikel Laboa. Alguien debió de pronunciar tal fórmula mágica, o diabólica, para reunir el conjunto de conmemoraciones históricas que aguardan a los españoles en este año de 1998: mirando hacia atrás, 1898, el año del desastre, de la derrota final ante Estados Unidos en la guerra de Cuba; 1598, muerte hace 400 años del gran monarca con quien culmina la hegemonía militar hispana sobre Europa, Felipe II; pero también 1648, 350 años de la paz de Westfalia, que entierra definitivamente dicho dominio, como más tarde hiciera la paz de París con los restos de la España imperial. Y si se quiere añadir otra gota de hiel a la serie, 500º aniversario de la muerte, en 1498, de Torquemada, el gran inquisidor. Lo que podía parecer en principio una referencia a dos fechas muy dispares, sin demasiada relación entre sí, las muertes de Felipe II y del Imperio, se convierte por efecto del azar, o del conjuro, en un juego de la oca histórico cuyos distintos hitos se encuentran unidos por un hilo rojo, el del peso del poder militar y de la intolerancia sobre el último medio milenio de nuestra historia. Con una sensación final de fracaso nada imaginaria, encarnada por las aludidas paces tras la derrota, en 1648 y 1898. La convergencia de las conmemoraciones encuentra así un sólido terreno para la reflexión.No hay que temer, sin embargo, que esto suceda. Las aguas están volviendo a su cauce tras el sobresalto que para la tradición conservadora supusieron en el tardofranquismo las obras de viejos maestros como Pierre Vilar, José Antonio Maravall y, a su modo, Tuñón de Lara, con refuerzos tan dispares ideológicamente como Miguel Artola, Jordi Nadal, Antonio Domínguez Ortiz o Josep Fontana, rescatando los elementos progresistas de nuestra historia y poniendo de relieve los sucesivos bloqueos experimentados en la larga marcha de España hacia su modernización. Sobre todo en cada conmemoración, lo que impera en estos tiempos de monarquía es la identidad entre lo histórica y lo políticamente correcto.

Sirva de ejemplo el libro de Henry Kamen Felipe de España, una biografía excelentemente construida y bien documentada, con una séptima edición ya agotada y buenas críticas en su haber. Probablemente trazará la pauta de la imagen conmemorativa del gran rey que inspiró el nombre de nuestro actual príncipe heredero. En la reconstrucción de Kamen, Felipe II se nos presenta como un príncipe del Renacimiento -algo tardío, es cierto-, que desarrolla una gran labor de "estadista" a través de innumerables situaciones conflictivas, al tener que regir una gran confederación de territorios con unos medios técnicos inadecuados para sus exigencias. Además era un hombre sensible con su familia y amante de la paz, aunque siempre estuviera dirigiendo a distancia guerras. La responsabilidad por cuanto ocurrió en su largo reinado no puede serle imputada: "En ningún momento", escribe Kamen, "tuvo Felipe un control efectivo de los acontecimientos ni de sus dominios; ni siquiera de su propio destino".

No tendría ese control, pero sí tuvo suficiente capacidad de decisión para enviar al duque de Alba a ejecutar una represión en los Países Bajos que muy pronto tuvo como saludable efecto la decapitación de Egmont y Horn, dos nobles católicos, y a continuación el levantamiento contra quien se comportaba efectivamente para aquellos súbditos como un tirano (así nació Holanda); para pagar una recompensa al asesino de Guillermo de Orange; para poner en marcha la Armada Invencible; para ordenar la ejecución del Justicia de Aragón; para autorizar con su silencio el proceso del arzobispo Carranza; para sostener la guerra en Francia con el imposible objetivo de ver allí coronada a su hija; para consolidar y presidir la represión inquisitorial; para prohibir que los jóvenes españoles estudiasen en Europa; para llevar la discriminación del racismo de los estatutos de limpieza de sangre a la esfera del trabajo estableciendo la calificación de los oficios mecanicos como viles. Este pliego de cargos no excluye tantos otros valores del rey, pero invita a no pasar sobre ascuas al mencionar esos puntos y a detenerse en cambio a analizar los comportamientos, las grandes decisiones y sus consecuencias. Momento de sosiego que Kamen aquí no se toma, a diferencia de lo que ocurría en sus libros de los años setenta sobre la Inquisición, configurando un curioso "Kamen contra Kamen".

Porque Felipe de Habsburgo no era un simple caballero que vivió en la segunda mitad del siglo XVI, sino la cabeza de una monarquía que a su muerte entró en una profunda crisis que reflejan los escritos de los arbitristas y la novela picaresca. Una crisis nada metafísica, porque procedía del desajuste entre los gastos bélicos y el sistema de valores implantados bajo este Felipe de España y los recursos disponibles en la sociedad que estuvo bajo su gobierno. El episodio tiene bastante que ver con lo que ocurre tras el 98. Es el tiempo del Quijote de Cervantes, como nos hizo entender Pierre Vilar, del mismo modo que tras el 98 llegará el tiempo del Quijote de Unamuno; de González de Cellorigo en 1600 pasaremos a Joaquín Costa.

No en vano a comienzos del XX tiene lugar un reencuentro con la producción ideológica de los arbitristas, al coincidir en ambos momentos la búsqueda de un diagnóstico para la crisis con la inexistencia de alternativas políticas. Como consecuencia tendremos sendas agonías, fértiles eso sí para la literatura. El final de etapa tardará en llegar tanto en una como en otra ocasión. El esqueleto militar del imperialismo en la monarquía hispánica se mantuvo en pie hasta la década de 1640, con el primer colofón de Westfalia. Y también el régimen de la Restauración, con el cáncer militarista en su interior, tardará en extinguirse. No es cuestión de decadencias esencialistas, sino de crisis de las que no resultan mutaciones en las formas de poder y en la organización de la sociedad.

Por lo que concierne al Antiguo Régimen, ese giro en el vacío se verá acompañado por el imperio de la intolerancia, con su doble haz de consecuencias, religiosas y culturales: la "tibetanización" de España de que habló Ortega, que para el pensamiento filosófico y político fue en gran parte realidad hasta bien avanzado el siglo XVIII. Sus últimos ecos, recogidos por el integrismo, tendrán aún tiempo de recobrar fuerza tras el 98 e incorporarse a un pensamiento reaccionario militar que, cómo no, ve en la España de Felipe II, con su Inquisición, la que forjara Torquemada, y sus tercios en perpetua danza, el último momento de la grandeza nacional. Y con la discriminación que en su día montaran Inquisición y estatutos de limpieza de sangre aplicada ahora a la erradicación de los nuevos enemigos de la raza: masones y comunistas. Sin esfuerzo alguno, hemos llegado a Franco.

Eso no significa ignorar el esfuerzo modernizador del ochocientos, pero tampoco cabe infravalorar los estrangulamientos económicos, culturales y a la postre políticos, que gravitan sobre la construcción del Estado-nación en la España del siglo pasado. Son ésos precisamente los que afloran en la crisis del 98, aunque nada esencial cambie después de la misma en la superficie. Ningún Estado de la Europa centro-occidental pasa por una crisis de identidad como la que afecta desde entones -y hasta hoy, subrayado- España. En ninguno fracasan e modo tan evidente, lo que se hace visible bajo Cánovas, los mecanismos de integración económica, política y cultural que en España se ponen en marcha siguiendo el patrón francés. Y n ninguno, como consecuencia e la forma que asume el desastre colonial, los fenómenos de militarismo y antimilitarismo con más activos, también hasta a fecha.

Por supuesto, no hay que orar por ello, salvo en algunas ocasiones, porque no estamos en una representación de Evita sociedad española ha ido cambiando en el último siglo, los rendimientos agrícolas crecieron, cobró forma una burguesía, las ciudades se hicieron más habitables y los españoles han llegado a ser unos europeos más pobres pero también más insomnes y divertidos. Pero la modernización no sólo fue difícil, sino que ha atravesado y sigue atravesando momentos angustiosos. Para comprenderlo, el 98 es un buen punto de partida.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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